TEtscribo estas líneas pocas horas antes de coger el semidirecto que habrá de llevarme a Portbou, donde había planeado pasar unos días en blanco antes de los malditos incendios. Es el último núcleo habitado de la Costa Brava, un lugar tocado por la nostalgia difusa que impregna los pueblos de frontera, donde todo el mundo chapurrea francés y en las tiendas de queviures conviven las botellas de anisado Pernod con los panes de payés. Un enclave de espías, contrabando y adioses. Una antigua cala de pescadores que se expandió en torno a la estación --quien más, quien menos trabajó para el ferrocarril-- y adonde no llegó la carretera hasta 1918. Portbou es el tren y la tramontana, ese viento tenaz e inclemente que aviva el germen de la locura y que excitó las llamas que han devorado la belleza intocable del Empordà. Algunos pescadores dicen que con cada tramontanada uno se queda un poco más viejo.

Sé que volveré al cementerio; lo mejor de los cementerios es que saben escuchar. En el de Portbou, está enterrado el filósofo judío alemán Walter Benjamin , quien murió en el Hotel Francia tras haber cruzado a pie los Pirineos huyendo de la Gestapo, de otro fuego y de otra ratonera. Aunque no lo quiera, regresaré a la blancura hiriente de los nichos contra el azul; en el collado que desciende verde y oblicuo hacia el mar prefiero no pensar. No quiero ni imaginar que se hayan calcinado los pinares.

Existe un orden natural de las cosas: el vaivén exacto de las mareas, el movimiento circular de las estaciones, el tránsito pausado y sabio hacia la vejez. En esa armonía natural, se inscribe como un pacto sagrado la certeza de que los paisajes habrán de sobrevivirnos, de que nuestros nietos se estremecerán también al contemplarlos. Por eso duele tanto que se nos queme el país. Por eso pedimos explicaciones. Quién, cómo y por qué. Y por los muertos.