Poco tienen de flamenca las noches y las mañanas postelectorales, aunque la política debería en ocasiones aprender y mucho, de este arte. Lograría comprender, con más seguridad y aplomo, la necesidad de atemperar los nervios en el escenario de los partidos. Pausar el ritmo del discurso y adecuarlo al palo al que nos enfrentamos. Y es que la política como el flamenco le debe mucho al compás, y atropellarse con las palmas, o no seguir a la guitarra cuando es lo que toca puede acabar en un espectáculo triste y bochornoso. Las prisas nunca han sido buenas.

Así que en días como hoy: cante por alegrías para el que haya obtenido mayor número de votos, bulerías en las sede del partido con opción a gobernar; fandangos abandolaos entre los militantes que se han dejado la piel, y un poco más, en los últimos días de la contienda. Tientos tangos para los que arroparon, se arriesgaron y dieron la cara por el candidato ganador. Milongas para el que a última hora no se quiso 'mojar' y ahora, arrepentido, se toma la cervecita de rigor bien cerquita de la sede donde se escucha la fiesta. Y cante flamenco, también, para el perdedor. Soleá para el que, como aseguran los que pasaron ese trago, no volverá a sonarle el móvil. Peteneras para los invirtieron su esperanza en el partido que no logró alcanzar la victoria en las urnas. Siguiriya para el que ahora, después de los recuentos, actualiza en tiempo récord los teléfonos móviles de la agenda. Toná, sin guitarra, sin acompañamiento, para el que dejó atrás el comportamiento ejemplar, y apostó el todo o nada al ahora, caballo perdedor.

Flamenco en definitiva para ese otro buen arte que es la política. Esa que consigue que todos hablemos, reivindiquemos y exijamos sin necesidad de decir ni una palabra. Flamenco para días como hoy. Para una región como la nuestra: de arte y de buena gente. Que como en el flamenco, siempre gane el mejor.