De todas las imágenes que nos dejó la final del Eurobasket, la que más me impresionó fue el abrazo que Kirilenko dio a un desolado Gasol al terminar el encuentro. Antes de celebrar la victoria con los suyos se acercó al rival, fue a consolar al amigo. Daba la sensación de que le pedía perdón por haber logrado la victoria de esa manera, con la ayuda de un sexto jugador, la suerte, que puso imán al último tiro de su selección y vomitó el desesperado intento de Gasol cuando parecía que ya estaba dentro y que el milagro era posible. Fue un abrazo de los de verdad, que agigantan al deportista y engrandecen un deporte grande.

Resulta extraño ver llorar a quien ha logrado la hazaña de ser subcampeón de Europa, pero se entiende. Cualquier derrota siempre produce frustración, pero ésta es mayor cuando las posibilidades de obtener una victoria son ciertas. Y este es el gran mérito de la actual selección española de baloncesto: que desde hace un tiempo nos tiene mal acostumbrados a convertir en victoria cualquier enfrentamiento, apabullando o sufriendo, trenzando encuentros impecables o zurciendo sobre la marcha los descosidos, pero con una efectividad que sólo es patrimonio de los campeones.

Dentro y fuera de la cancha, estos hombres han derrochado gestos deslumbrantes que retratan su perfección técnica, pero también su esfuerzo, su educación, su capacidad de superación, su espíritu de lucha, y, sobre todo, el respeto por el deporte que practican, por quienes contribuyen a difundirlo, y por quien les paga, ya sean el club, la selección o el aficionado. Por eso cada una de sus victorias son un regalo, pero sus derrotas también.

Vendrán nuevos tiempos y nuevos triunfos. Y si el emparejamiento de ayer se repite en una gran final y la victoria no es esquiva, no dudo que será Gasol el que se acerque a abrazar a Kirilenko, para rendir homenaje al rival, para consolar al amigo y para recordarle que hay derrotas que, pasado el disgusto, constituyen un triunfo que muy pocos se pueden permitir.