Las razones por las que alguien decide dedicarse a fondo al prójimo son variopintas. Religiosas, políticas, e incluso por venganza. Quienes dicen defender a los trabajadores e invocan, como caballeros Jedi, los poderes de movilizaciones y huelgas para ahuyentar el lado oscuro de la fuerza, cotizan a la baja. No se les estima. Ya están peor considerados que un político corrupto o un empresario sin escrúpulos. El ser un liberado sindical es un estigma en estos tiempos de negociaciones colectivas donde todo parece pactado de antemano. No sólo no son independientes, ahora nos parecen incluso prescindibles, como superfluos deben parecerles a quienes los crucifican muchos de los avances sociales que suponemos --suponíamos-- garantizados. Lo normal es que, al apretar un interruptor, se encienda la luz. Pues lo mismo pasa con la dignidad humana. Viviríamos en penumbra, o sea, bastante peor, sin ella. Porque, aunque el partido esté perdido antes del pitido inicial y la clase trabajadora --que cada vez lo desea ser menos-- esté en franca desventaja contra el resto del mundo ¿en quién confiar la defensa de los derechos de los curritos y la salvación de sus pobres almas improductivas si los sindicatos fracasan? ¿O es que sólo está en juego la reputación de los mismos? Si se pierde este pulso ya sólo nos quedará la beneficencia, la caridad de los poderosos. Y la plebe, autónoma o funcionaria, asustada y supersticiosa, demoniza y lapida a quienes en teoría protegen al rebaño de los excesos del capitalismo caníbal. Como en los viejos tiempos, los del medievo. Sin pensiones ni vacaciones. Sin derecho a paro mientras a otros les rezuma el de pernada. Compartamos o no enfoques, credo o afiliación, es justo homenajear a aquellos que creen en lo que hacen, sostengan o no una pancarta. Aunque muchos se hayan relajado o dormido por el arrullo de las subvenciones y otras promesas. Eso nos pasa a todos. Los que estamos vendidos somos, en realidad, todos nosotros.