Opino que lo más difícil de la vida no es aprender a amar sino a empatizar, entendida como la cualidad maravillosa de ponerse en la piel del otro, aunque no sepamos muy bien si eso que pasa encaja o no en nosotros.

En esta tesitura sitúo como grandes maestros a los hosteleros, que saben entender su trabajo como el servicio a los demás o, mejor dicho, al cliente que se deja su dinero en su local. Hace unos días observé el superlativo de incompetencia en este aspecto: cómo unos hosteleros de la noche negaban a otros del mismo sector el servicio porque vinieran tarde de su mismo trabajo.

Sencillamente incompresible cuando se trata, en teoría, de una regla sagrada entre mismos compañeros de profesión. No hace falta que les diga que, valga el topicazo, donde las dan las tomarán. Entre bomberos, mejor prestarse la misma manguera, ¿no les parece? Son curiosos estos tiempos: todo el mundo pide respeto a lo suyo: política, creencias, trabajo, condición social… pero pocos se atreven a solicitarlo para los demás.

Hasta hace pocos días, pocos podían pensar en que la reina Sofía no empatizara con Letizia o viceversa. Y menos que los medios de comunicación se atrevieran a mostrarlo. Y todo sucede porque nadie quiso ponerse en el pellejo de ninguna de las dos. Parece que la vida no existe más allá de nuestras propias narices y no es verdad. Es precisamente nuestra capacidad de entender al prójimo la que nos salva de nuestros propios desastres. Por el contrario, son las grandes tragedias vitales las que nos enseñan a entender el sufrimiento de quien está en nuestra misma situación, quien es tan vulnerable como nosotros. Quien puede caer igual. Por eso a veces es bueno experimentar la sensación de ser frágil para aprender que todos somos todos tan humanos como esas personitas agarradas a los mismos salvavidas que todos los demás.