Abogada

Los últimos informes facilitados recientemente por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) han dado a conocer las diferencias entre el empleado hombre y mujer, y como uno de los referentes más importantes --la retribución salarial-- sigue jugando a la contra del empleo femenino. Esto es, las mujeres, por el hecho de ser tales, cobran menos que los hombres. Las cifras parecen ser elocuentes: el paro femenino es 13 puntos superior al de los hombres, y el salario es de un 31 por ciento menor en trabajos similares que el de los hombres.

Con estos datos podríamos esgrimir --justamente-- cuestiones tales como la discriminación laboral, la desigualdad entre sexos frente al mercado laboral, y todo ello bajo la sensación de un cierto retraimiento de unas expectativas sociales que, entendíamos, debían haber sido superadas.

Pero no, estos hechos que son elocuentes por sí mismos, nos obligan a seguir ratificando decisiones fiscales, laborales y jurídicas que vengan a dar mayor certidumbre a la presencia de la mujer en el mundo laboral.

Que además de constituir el instrumento de su defensa económica, viene a soportar el grado de independencia que cualquier individuo ha de tener respecto a esta marcada sociedad de excesiva índole liberal.

El que a la mujer se le ofrezca las mismas condiciones que al hombre en el mismo puesto de trabajo no debe ser una medida de gracia, sino la mínima exigencia de cualquier sociedad que aspire al reconocimiento de derechos entre hombre y mujer.

La OIT ha venido a decir que este desequilibrio no es sólo cosa del denominado Tercer Mundo.