Médico

He visto a una gran mujer, nada pusilánime por cierto, a mi lado, aturdida, hasta extasiarse, al contemplar la belleza natural de un encinado poblado de animales salvajes. No es ninguna excepción. A todos nos maravilla la apostura de esos seres y la placidez moral que transmiten sus ojos. Ellos, al contrario que nosotros, fueron arrojados del Paraíso. ¿Y qué decir de las encinas? Pero esas vidas nos conciernen. Deberíamos intentar compartirlas, no sólo respetarlas. "Lo que somos habita en las montañas", decía Gibran.

La verdad es que algunos paisajes son algo más que un simple espacio geográfico. Los campos adehesados aquietan el espíritu. Representan, sin duda, un estado de ánimo más que un escenario paisajístico.

Yo puedo afirmar, con L. Panero, que mi vida maduró bajo las sombras y los silencios de las encinas --querquez, el árbol bello--. ¿Quién podría no estremecerse cuando descubre, en los primeros momentos del día, o cuando ya la luz del sol agoniza, esa simplicidad ascética de las encinas adheridas a la tierra? ¿O cuando, en los brumosos días de invierno, copudas y densas, recias, de contornos imprecisos, aparecen y desaparecen como espectros, inesperadamente, tras la niebla? ¿O cuando sostienen en sus cimas la última luz del día?

Una arboleda de encinas es la expresión magistral de la vida natural. Parecen vivir un tiempo que nunca se acaba. Por eso son la representación más genuina del triunfo de la firmeza y la perseverancia. Prietas, rocosas, inmóviles, apenas si tremolan sus hojas tersas, agitadas por el viento. Yo he escuchado infinidad de veces ese rumor intentando descifrar su lenguaje como si se tratara de las encinas de Dodona.

Son el cobijo de centenares de seres vivos. En sus oquedades el búho vela el sueño de los campesinos. Todo lo dan sin esperar nada a cambio. Hasta su propio cadáver aguarda resignadamente el holocausto final apilado al borde de una chimenea.

Hay algo de sobrenatural y sagrado en la robustez caprichosa de sus troncos y en su poste hierático. Una sociedad es el reflejo de sus encinas, de sus árboles. Veo morir demasiadas, desgraciadamente. ¿Enferman o son asesinadas alevosamente? Estamos dando la espalda a esos espacios de armonía y pureza. Un mundo demasiado humano el nuestro, una sociedad cada vez más compleja y más confusa, sí, demasiado urbanizada, debería empujarnos al retorno a esos lugares para reencontrarnos con nosotros mismos, con nuestra propia fragilidad y con nuestro pasado más singular. Emboscarse, precisamente, no es ni más ni menos que comenzar a comprender lo viviente. Bastaría, casi, además, con dejarnos envolver por ese aire intemporal y austero del encinar.

Pero vamos camino de aniquilar la cultura campesina. El campo, que sostuvo nuestras referencias más perdurables, apenas si existe ya, ni siquiera como paisaje. "Viven lejos, demasiado lejos de nosotros". La belleza, sin embargo, está a las puertas de nuestra casa. Es esa naturaleza traicionada y olvidada. Si la queremos encontrar basta con rascar en esa mampara urbana que nos impide ver a lo lejos. "¡Qué mío el campo!", exclama J. Guillén. Yo, la verdad, no sé qué es lo que me ocurre, en realidad. Hablo de las encinas porque las amo, aunque, al final, ya me doy cuenta de que ni siquiera sé por qué las amo tanto. ¿Sólo porque me sirvieron de cobijo tantas veces?

Pero esos campos adehesados no son más que el resultado final de una secular relación respetuosa de nuestros campesinos con su tierra. A ellos se lo debemos únicamente. Ellos han de seguir siendo sus principales valedores. ¿De lo que tanto amé qué quedará?