El primer cara a cara entre Angela Merkel y Donald Trump era muy esperado, al menos para los europeos, porque de él dependen las relaciones transatlánticas en un momento en que EEUU ha optado por el proteccionismo y el aislacionismo cuando las amenazas que acechan al mundo occidental son grandes. Las diferencias políticas y personales entre ambos son casi abismales. Que la llegada de la cancillera coincidiera con el anuncio del asalto presupuestario del presidente contra las políticas sociales y con el aviso de que la paciencia con Corea del Norte se había acabado, con el añadido de que todas las opciones estaban abiertas, no era un buen auspicio para este encuentro. Hablaron de la OTAN, de Rusia, de Ucrania, de inmigración, de comercio, cuestiones sobre las que mantienen puntos de vista distintos, y ambos lo hicieron con franqueza. Quizá el mayor logro del encuentro está en que Merkel consiguió que Trump se comprometiera personalmente con el acuerdo de Minsk sobre el conflicto de Ucrania. El compromiso no es menor, ya que del pacto dependen las relaciones con Rusia. Este primer encuentro ha servido para fijar los límites de una relación. No es poco.