Escritor

Como soy un hipocondríaco, cada dolor me parece que es el último, cada enfermedad la definitiva. Y me espanta pensar que se me escapa la vida así, tan de vacío, y entonces me pongo como un loco a escribir en las servilletas de las cafeterías y en las esquinas de los periódicos anotaciones sin sentido, pensamientos y reflexiones sobre lo aprendido en el curso de los años, como si esos apresurados retazos de mi corazón fuesen la única herencia que puedo entregar a mis hijos.

No es que quiera comparar, pero algo semejante le ocurrió a Stuart Mill, a quien le dieron un diagnóstico equivocado y, creyéndose a las puertas de la muerte, se marcó el propósito de escribir cada día un pensamiento verdaderamente importante, una especie de moraleja con la que justificar su existencia. Pero Stuart Mill no murió de aquella enfermedad, sino que vivió muchos años en un ajetreo intelectual impresionante y con una salud de hierro.

Sin embargo, aquellas anotaciones suyas quedaron como un monumento al sentido común y a la elegancia de la lengua inglesa. Hoy no puede uno leer esas páginas sin padecer la angustia que nos invade al contemplar las ruinas de una civilización extinta.

La Autobiografía de Mill es magnífica y es triste porque habla de algo grandioso que ya no es de este mundo, es algo así como el Templo de Diana, como la Torre de Bujaco, una ruina edificada en palabras transparentes como fantasmas.

Es el caso que en cierta ocasión me dolía mucho la garganta. Claro está que yo de inmediato me puse en lo peor. Acudí al médico empapado en un sudor frío, como cuando escuché por primera vez la canción de Dinio y creí que era la música del Armagedón.

Sabía que en aquella ocasión no me libraba nadie de recibir la fatal noticia: es maligno. Pero, aun así, saqué enterezas para ponerme a escribir en mi cuadernillo mientras aguardaba el turno en la salita de espera del otorrino. Esos apuntes han aparecido hoy por pura casualidad entre las páginas de un libro de Cunqueiro. Iban dedicadas a mi hijo, y decían así:

"No aceptes caramelos de extraños, que los regalos nunca son gratuitos y acabarás entregando a los cerdos cosas de mucho más valor.

Si cuando llegues a la adolescencia te da como a todos la fiebre de ser original, limítate a ser educado y refulgirás como un orquídea en un erial.

Busca el amparo de los pesimistas, pues ellos son el motor del mundo.

No juegues con las religiones, que las carga el diablo.

Si en lo que concierne a Dios tienes alguna duda, olvídate de Dios y ama a tu duda sobre todas las cosas, que ella te hará un hombre libre.

Recela de la fe, que, aunque dicen que mueve montañas, nunca verás que contraten a un cura como ingeniero de Puertos y Caminos.

En cuanto al amor, sólo te digo una cosa: conócete a ti mismo, que, por más que te aseguren lo contrario, ni seca el cerebro ni te quedas ciego.

Ah, y de política nada, que ya te tengo dicho mil veces que no traigas guarrerías a casa.

Ya ves, hijo, que mis apuntes no son como los de Stuart Mill, pero es lo que tiene la educación pública, que no le pone a uno el espíritu a la altura de los clásicos".

Y en esas estaba cuando me llegó el turno de entrar en la consulta. Me reconocieron de arriba abajo, desde la tráquea hasta los cartílagos aritenoides. Y nada. El otorrino me cobró quince mil pesetas de las de antes por asegurarme que mi dolor de garganta se aliviaría simplemente aflojando el nudo de la corbata. Con lo cual me puse tan contentete y alborotado que olvidé el proseguir con estas notas que tan buen curso llevaban. Aunque no desespero, que siempre llevo esta libretita en el bolsillo, convencido de que un próximo dolor me arrastrará de nuevo a la sala de espera de un médico de nombre impronunciable.