Nada más desesperante que despertar en mitad de la noche y sentir hambre. Qué sensación más incómoda, en plena oscuridad, no poder volver a conciliar el sueño porque sientes un terrible vacío en el estómago. Hay qué ver qué mal lo tienen que pasar en África.

¿Qué cené anoche? Ah, sí. La ensaladita, eso es. Qué rica y qué fresca. Y en cinco minutos que la hice. Hay que adelgazar, que la báscula dice cosas muy feas después de las navidades. O directamente no las dice porque hace que no me peso... No me cabe la mitad de lo que tengo en el armario. Y lo de que vaya al gimnasio lo están mirando en Hollywood como argumento para una súper producción de ciencia ficción. ¿Salir a correr? Venga, hombre. Uno será un gordo, pero no uno de esos mamarrachos vestidos de fosforito. Aunque, oye, por lo visto en esos grupos de running hay tomate, cuate...

En fin. Le metí a la ensalada un poco de atún, cebolla, pimiento y anchoas para darle color más que nada, pero aún así no dejaba de ser forraje. Intenté completar la noche ascética con un yogurcito y hasta me sentí bien durante un rato largo. El triunfo de la voluntad, que diría la nazi aquella.

Me fui quedado dormido mientras algún moderno Sherlock resolvía un crimen en la tele (a ver si otro día llego para la NBA...) pero poco después, mientras soñaba con alguna cosa en plan surrealista apretando los puños, sucedió lo terrible: el hambre, el ansia, la angustia vital. La puñetera ensalada, que tiene poco que quemar.

Así es que luché un rato contra mí mismo y mis firmes convicciones, me levanté silenciosamente intentando no despertar a nadie, enfilé el pasillo sin encender luz alguna y llegué a la tierra prometida: la cocina. Allí abracé la bolsa de croissants de chocolate y besé el cartón de zumo con indistinto e infinito amor. Y, oye, la vida volvió a ser maravillosa.