En medio de la escalada de la violencia y el terror, cuyo último ensañamiento afectó a los peregrinos en el santuario de Kerbala, la conferencia internacional de Bagdad constituye un esfuerzo desesperado, no sabemos si baldío, por parte del primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, para estabilizar la situación en su martirizado país. En el ambiente diplomático, bajo draconianas medidas de seguridad, flotaban las palabras del comandante en jefe de las tropas norteamericanas, general David Petraeus, con las que advirtió de que la fuerza militar es insuficiente para acabar con la guerra y, en consecuencia, urgió la negociación con los grupos insurgentes. Mientras tanto, en el Capitolio, los demócratas pugnan denodadamente por fijar una fecha para la retirada del cuerpo expedicionario, pese a las amenazas de veto del presidente norteamericano, George Bush.

En el ambiente de violencia, confusión política y cálculos diplomáticos, el interés de la cita de Bagdad radicaba en el diálogo del embajador norteamericano con los delegados de Siria y, sobre todo, de Irán, los dos países fronterizos y más implicados en la guerra civil. Pero a juzgar por los escasos resultados del encuentro entre el rey Abdalá de Arabia Saudí y el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, parece harto improbable que sus patrocinados respectivos, sunís y chiís, se avengan a terminar con la guerra civil. La fecha límite de retirada norteamericana, como exigen los demócratas, podría tener efectos fulminantes sobre los antagonistas, pero abrigamos el temor de que no se producirá hasta que Bush abandone la Casa Blanca en el 2009.