XCxuando nos hicimos cargo de la gestión del Festival de Teatro Clásico de Mérida, en el año 2000, pensábamos que el objetivo que debíamos alcanzar era tan simple en su planteamiento como difícil en su consecución: la mejor programación posible dentro de los lógicos límites presupuestarios, entendiendo por mejor programación aquella que ofreciera espectáculos atractivos para el público desde el rigor: es decir, atendiendo al carácter clásico griego o latino y a la calidad de sus intenciones. Visto así, abordaríamos cada edición como si fuera una de tantas --la primera, la última o la enésima, da lo mismo-- de la historia del Festival. Cinco años después reconocemos el error que hubiera entrañado llevar a la práctica este planteamiento: negarle al Festival de Mérida su propia historia, lo que habría supuesto vetarle la identidad que lo define como un hecho cultural de excepcionales características, cuando precisamente la búsqueda de esta identidad ha sido el verdadero objetivo de fondo de quienes, desde el patronato o desde la programación, llevamos muchos años vinculados al festival.

Una de las ventajas que nos está aportando la cincuenta edición que este año celebramos es la de permitirnos bucear y reflexionar en la historia de nuestro Festival. Tanto la exposición El Festival en dos siglos como el magnífico libro que José Monleón ha redactado --Mérida: Los caminos de un encuentro popular con los clásico grecolatinos -- nos acercan por primera vez a las entrañas más íntimas de este acontecimiento y nos invitan a reflexionar sobre los errores y aciertos de sus distintos responsables artísticos en función de los objetivos que cada uno y en cada época se planteaba.

La historia del festival se divide en dos grandes etapas: la primera, desde 1933 hasta 1983 (con algunos años ausentes de representaciones); y la segunda, desde 1984 hasta hoy, sin solución de continuidad. La diferencia esencial entre ambas radica en que en aquélla los responsables se limitaban a celebrar representaciones, más o menos cohesionadas entre sí, en el excepcional monumento del Teatro Romano. Por el contrario, en la segunda, asumidas las competencias por la Junta y constituido el patronato, con el encargo por primera vez a una persona concreta --el citado Monleón -- de elaborar un programa, el Festival comienza a adquirir unas señas de identidad cuya búsqueda marca las distintas etapas de los que se han responsabilizado de él hasta ahora.

En mi opinión, con la perspectiva que da la propia historia, podemos --¡y debemos!-- decir que el Festival de Mérida tiene ya hoy una personalidad propia que va mucho más allá del resultado coyuntural de un determinado montaje o de que tal o cual espectáculo haya gustado más o menos. Y nuestro trabajo, y el de quienes nos sucedan, debe ajustarse a esas señas de identidad peculiares, alejándose de la tentación de reinventarse cada año --o cada nueva etapa en la dirección-- lo que ya está inventado y más que inventado. De hecho, alguno de los que me precedieron cayó en el error de hacer borrón y cuenta nueva con los criterios de los directores anteriores, sin percatarse de que eso suponía tanto como hacerlo con la propia historia del festival, y, visto con la distancia del tiempo, se comprueba hasta qué punto se resintió el certamen.

El gran ideólogo del festival, aquel que con toda la confianza y bajo las líneas maestras del patronato supo darle una identidad genuina, fue entonces quien hoy se ha encargado de escribir su historia: José Monleón. Como responsables actuales de la gestión del festival, nos reconocemos orgullosamente deudores del legado del maestro Monleón en cuanto que estableció los criterios de la personalidad del festival en tres pilares inamovibles: la cultura mediterránea en su más amplio sentido, el riesgo en la búsqueda de nuevas lecturas de los clásicos y una definición poética, política e ideológica que es inherente a los propios clásicos grecolatinos. De esos tres fundamentos hemos hablado y los tres lo hemos desarrollado, así que no procede mayor insistencia: baste decir que nuestro mismo trabajo se basa, con permanentes correcciones y constantes ampliaciones, en tales postulados, y la repercusión mediática y la satisfacción pública del festival en la actualidad parecen darnos --lejos de cualquier triunfalismo-- buena parte de la razón.

Lo que sí procede, en cambio, es perseverar en el requerimiento de que entre todos liberemos al festival de los lastres que le impiden levantar aún más el vuelo. El festival no puede sojuzgarse a opiniones particulares, por muy válidas que sean. Entre otras cosas, porque los criterios que consiguen elevarlo a cotas de prestigio responden a estrategias mucho más intrincadas de lo que desde fuera puede parecer. Naturalmente, cada espectador opinará lo que quiera, faltaría más; pero ni una ni mil opiniones --todas distintas, por cierto-- deben determinar su trayectoria, encaminada a objetivos más generosos que los del criterio individualizado. Dicho de otra forma: asistamos a los espectáculos, formémonos una opinión y expongámosla donde lo creamos conveniente. Y punto. Luego, miremos --también-- hacia fuera; observemos --también-- la repercusión que tiene el festival en medios nacionales y extranjeros, la forma en que en los últimos años se le viene tratando, asociada siempre a una imagen de calidad cultural, el espacio que ocupa en la opinión del mundo... Finalmente, saquemos nuestras propias conclusiones. Caben, en resumen, dos: podemos sentirnos orgullosos de exportar calidad cultural desde Extremadura al resto del mundo (algo de lo que, por desgracia, no estamos históricamente sobrados) aun cuando a nosotros no nos satisfaga un espectáculo en concreto; o podemos intentar que el festival se ajuste a nuestras apetencias aunque nuestras apetencias no interesen al resto de ese mundo. La decisión está en todos y cada uno de nosotros; y, créanme, es importante para el futuro del festival; o sea, de Extremadura.

*Director del Festival de

Teatro Clásico de Mérida