La sinrazón del independentismo tras dar legitimidad al simulacro de referéndum del 1-O y la subsiguiente promesa del presidente catalán, Carles Puigdemont, de cumplir con las leyes de desconexión aprobadas de forma bochornosa en el Parlament colocan hoy a Cataluña al borde del abismo. Escudado en una movilización popular contestada por otras concentraciones tan sobresalientes o más que las de los secesionistas, Puigdemont tiene ante sí una encrucijada pues la Cataluña que preside ha demostrado ser más plural y diversa de lo que el obsesivo discurso nacionalista pretende demostrar. De consumarse la declaración unilateral de independencia, la Generalitat culminaría una irresponsabilidad histórica que destrozará el autogobierno catalán y la convivencia en España. Con mentiras y falacias, a empujones, los sedicentes han embarcado a Cataluña en una travesía que vulnera el ordenamiento legal sin contar con un apoyo popular suficiente. Sin necesidad de recurrir a los inverosímiles datos del fallido referéndum, el bloque soberanista mayoritario en escaños en el Parlament no representa ni a la mitad de los catalanes. Con estos mimbres es con los que hoy Puigdemont valora anunciar la independencia, probablemente con alguna estratagema, pero sin apoyo internacional ni forma de hacerla efectiva, embebido de su propia locura.

El Gobierno ya ha hecho saber que responderá con los resortes del Estado de Derecho: esto es la pérdida del autogobierno de la comunidad. Individual, política e institucionalmente el precio a pagar podría ser muy alto. Ya lo está siendo con la fuga de empresas y bancos de estos días refutan el discurso simplón de que la Cataluña independiente sería una arcadia feliz y próspera. Ahora ya están en riesgo las instituciones, la prosperidad y la paz social, en Cataluña y también en España. Demasiado precio para satisfacer un proyecto político ilegal y ya ilegítimo. A Puigdemont solo queda hoy una salida, ya propuesta por EL PERIÓDICO: que en lugar de una declaración de independencia, anuncie la convocatoria de elecciones y asuma, con su Ejecutivo, las graves responsabilidades en las que ha incurrido. Es el día en que el presidente catalán tiene la última ocasión de no inferir más daño. Y el día en que el Gobierno de España y el frente constitucionalista deben estar unidos ante decisiones de gravedad y trascendencia inusitadas. Ya no queda espacio para los tibios.