Confieso un interés más bien escaso por la preocupación identitaria que subyace en esta pregunta. A estas alturas, el esfuerzo por dilucidar si algo es más o menos de izquierdas o de derechas me cansa bastante. Si he formulado así la cuestión, es influido por la retórica de nuestros gobernantes. En el 2000, el entonces líder de la oposición Rodríguez Zapatero dijo que bajar los impuestos es de izquierdas. Ahora, su colaborador y ministro José Blanco --ratificado después, entre otros, por el propio presidente-- ha defendido justamente lo contrario con una argumentación (recortar a los ricos para mantener la protección a los pobres) que parece rescatada del rincón más polvoriento de sus archivos ideológicos y que ha sido coreada rápidamente por las fuerzas con marchamo izquierdista. ¿Con qué nos quedamos?

Hace algún tiempo, el sociólogo inglés Anthony Giddens propuso, para analizar la práctica política contemporánea, un marco que podría ayudarnos a formar criterio. Se trataría de cruzar la antinomia tradicional izquierda/derecha con un segundo eje delimitador: el de conservadurismo/cambio, centrado en la magnitud e intensidad del impulso reformador puesto en juego. Desde esta perspectiva, podría existir una izquierda progresista, impulsora de cambio, pero también una práctica conservadora, de defensa del statu quo, que utilizaría para imponerse el imaginario colectivo de la izquierda. A su vez, el discurso y los símbolos de la derecha política podrían envolver tanto opciones de estabilidad como de transformación. No parece difícil encontrar ejemplos plausibles. Así, Obama se nos aparece este verano como un adalid de la izquierda que reforma, en su épica lucha frente a los intereses de las aseguradoras de salud y el discurso reaccionario de la derecha republicana que las apoya. Por contra, en las últimas elecciones presidenciales francesas era el candidato derechista el que sintonizaba con la mayoritaria aspiración social de cambio, poniendo de los nervios --recuerden el tous sauf Sarko -- al amplio frente de intereses corporativos que viene frenando desde hace décadas la modernización del país vecino. Mientras, la candidata socialista escoraba hacia la defensa de izquierdas de ese estado de cosas.

En la crisis que nos aqueja, la importancia de este segundo eje deviene trascendente. Cada vez parece más claro que lo que llamamos crisis es, en España, la necesidad de adaptarnos a un nuevo escenario económico en el que las cosas no volverán a ser como fueron. Como diría la reina roja de Alicia, en este país vamos a tener que correr muy rápido solo para mantener la posición de partida. Por eso, impulsar las reformas necesarias para adaptarnos colectivamente a la nueva situación, promoviendo en la sociedad la innovación y la flexibilidad, resulta una tarea inexcusable del liderazgo político. El sistema fiscal es un enorme depósito de incentivos de toda clase para el comportamiento de los actores económicos. ¿Camina la subida de impuestos anunciada en la línea de estimular el cambio y apoyar las reformas? A falta de mayores concreciones por parte del Gobierno, nos permitimos ponerlo en duda.

En primer lugar, porque la argumentación que conocemos (hay que mantener la protección social y los servicios públicos) y la misma temporalidad que se anuncia parecen convertir la iniciativa en mera consecuencia contable del déficit presupuestario, sin asociarla a reformas que formen parte de una estrategia económica global. Nada se nos dice de cómo contribuirá la política fiscal a revertir la tendencia negativa del crecimiento económico o a fortalecer los sectores, actividades o políticas más conectados con la adaptación al nuevo contexto en el que competimos como país. En segundo lugar, porque la mirada que se desprende de todo ello hacia el funcionamiento real del Estado no puede ser más perezosa y benevolente. Por una parte, da por buena la composición del gasto público actual, y aquí la cuestión es: ¿no deberíamos asumir la necesidad de revisar la abigarrada cartera de prestaciones y servicios que hemos acumulado durante estos años si queremos hacer sostenible nuestro modelo de bienestar? Por otra parte, no entra a considerar las reformas que podrían modernizar las burocracias del bienestar y hacer el gasto público más eficiente. Pongamos el ejemplo de la política sanitaria: limitarse a subir los impuestos para equilibrar el presupuesto evita tener que preocuparse por introducir mecanismos de moderación de la demanda --como el copago de ciertos productos o prestaciones-- capaces de reducir los abusos y mejorar la equidad en la distribución de los recursos. Por último, porque la indefinición y las vacilaciones sobre las medidas concretas que se preparan, así como la reiteración de los globos sonda, parecen traslucir más el temor a lesionar intereses y exacerbar resistencias que un propósito decidido de hacer lo que sea necesario para superar la recesión. En definitiva: ¿de izquierdas? Tal vez sí, pero suena bastante conservador.

*Director del Instituto de Gobernanzay Dirección Pública. ESADE.