Según las últimas encuestas del CIS, la emigración ilegal ha pasado a ser el principal motivo de preocupación de la sociedad española, por encima del paro y del terrorismo. Este tema se ha convertido, para los países desarrollados, en uno de sus más graves problemas estructurales, hasta el punto de que algunos, ante el fracaso de las políticas de tolerancia, empiezan a cuestionarse la doctrina del multiculturalismo, sobre todo cuando comprueban la escasa permeabilidad que muestran algunos grupos de inmigrantes hacia los valores políticos, democráticos, culturales y sociales; por lo que empieza a extenderse la idea de que se vive en una democracia débil, sometida al victimismo y con escaso poder de reacción; pero a pesar de todo, es deber de la sociedad occidental integrar a quienes acuden a ella huyendo de los escenarios de miseria del Tercer Mundo, sabedores que de una adecuada política de integración dependerá en buena parte la seguridad y la supervivencia de este modelo de sociedad y la defensa de nuestros valores.

Suiza, que a lo largo de la historia se ha comportado siempre como un país acogedor y humanitario, últimamente se está moviendo impulsado por reacciones de pánico, como las experimentadas por aquellos que poseen algo valioso que no está dispuesto a compartir; disfrutan de una situación de privilegio propiciada por un desarrollo económico y por la tranquilidad que proporciona el saberse dueños de ese aislamiento y esa neutralidad de la que siempre han hecho gala, cerca del mundo pero a relativa distancia de él. Suiza actúa desde el pragmatismo de quien intenta salvaguardar un estado de bienestar conquistado a lo largo del tiempo, no importándole si para ello tiene que levantar un muro de intolerancia y de insolidaridad, reaccionando como quien teme perder las esencias más íntimas de su propia identidad, también porque le duele comprobar cómo suculentas cantidades del erario público son destinadas a las mejoras de las prestaciones sociales de los inmigrantes, mientras el desempleo sigue con su camino ascendente, aunque sea de una forma escalonada y poco significativa.

XESTA MISMAx semana se ha celebrado en el país helvético un referéndum sobre la Ley de Asilo y de Extranjería, una normativa que obtuvo un amplio respaldo, al ser refrendada por la inmensa mayoría del electorado, con un 70% de votos a favor, pese a que organizaciones de derechos humanos, ecologistas y hasta algunos sectores de la Iglesia católica pidieron el No. Con esta nueva ley se pretende dar una vuelta más de tuerca en el endurecimiento de la política migratoria, hay que tener en cuenta que el 20% de la población Suiza es de origen extranjero. Hasta tal punto se ha introducido la rigurosidad en esta ley, que ha sido tachada de racista por la propia ONU. Los sin papeles han visto como muchas de sus ayudas sociales y sanitarias han sido sustituidas por una asistencia de carácter meramente humanitario, tampoco se permite el asentamiento de inmigrantes extracomunitarios que no tengan una cualificación profesional, endureciendo las condiciones de asilo político, las repatriaciones, suprimiendo las esperanzas de posibles regularizaciones en el futuro, penalizando con la cárcel a quienes incumplan esta ley, incluidos aquellos que amparen a algún inmigrante ilegal.

La fórmula de integración social llevada a cabo en el Reino Unido ha sido considerada hasta ahora como impecable, donde el respeto a la legalidad era compatible con la observancia de un pluralismo cultural y religioso, pero el atentado del 7-J supuso un mazazo sobre la línea de flotación de la sociedad británica, reabriéndose una profunda brecha al comprobar que los terroristas detenidos pertenecían a entornos sociales que se consideraban perfectamente integrados. En Francia, donde se vivieron escenas de pánico el pasado invierno con la quema de vehículos, están tratando de establecer condiciones de acogida y expulsar a aquellos que no aprendan el idioma y no pongan interés por acercarse hacia una integración social.

Aunque el modelo aprobado en Suiza no es extrapolable al resto de los países europeos, cabría preguntarse qué sucedería en el resto de la UE si sus gobiernos concedieran la posibilidad de someter la política migratoria a un plebiscito popular. La relajación de la política migratoria, la carencia de leyes o el incumplimiento de las mismas, provoca en la opinión pública una impresión de desaliento, de que no se ponen los medios suficientes para evitar los problemas que más tarde o más temprano terminarán provocando algún tipo de brote racista, en respuesta a la masificación existente en el ámbito sanitario o educativo, o al verse relegados los ciudadanos del país, en las adjudicaciones de guarderías o puestos escolares o en la concesión de viviendas sociales, o ante cualquier clase de becas o ayudas.

La mejor forma de evitar el racismo es planificando los flujos migratorios, controlando las entradas y realizando una adecuada política de integración.

*Profesor