Cuando un reducido grupo de socialistas reivindicamos en 2011, durante los meses previos al 38º Congreso Federal del PSOE, que debía desaparecer el sistema de delegados para ir al modelo «un militante, un voto», se nos dijo de todo. Desde irresponsables hasta locos, pasando por idiotas. Empezamos en noviembre siendo un grupo de doce en el Ateneo de Madrid, y acabamos juntando pocos días antes de Navidad a casi quinientas personas en la localidad granadina de Jun.

Ese pequeño grupo de socialistas se fue ampliando y tuvo una participación intensa y significativa durante las primarias del PSOE en 2014, en las que venció Pedro Sánchez reivindicando ya muchas de las medidas que proponíamos, aunque luego no todas se llevaran a cabo. El trauma del Sánchez defenestrado en octubre de 2016 trasladó definitivamente las emociones e ideas de aquella pequeña minoría a una gran mayoría de socialistas que en mayo de 2017 hizo ganador a Sánchez de nuevo, esta vez con un programa que parecía un calco de lo que aquel grupo de doce habíamos puesto en marcha seis años antes. Ahora, hasta el PP hace primarias, y con siete candidaturas.

Esta es la historia de todas las conquistas sociales. Un pequeño grupo se lanza a tumba abierta contra toda la fuerza y solidez del statu quo, es ignorado en primera instancia por su aparente irrelevancia, ridiculizado después por la extravagancia de sus propuestas y atacado en cuanto se otea en el horizonte que sus ideas pueden ser hegemónicas. Es justo en ese momento cuando ya se está cerca de que la minoría se convierta en mayoría, y de que la vanguardia de la lucha contra la minoría aparezca en cabeza de la mayoría con la bandera en las manos.

La segunda parte es que la ciudadanía en su conjunto se beneficia del desgaste de unos pocos. No vamos a ahondar en la historia de todos los muertos, heridos, exiliados y marginados, pero sí parece adecuado recordar ejemplos históricos que se vuelcan sobre el presente, a modo de recordatorio embarazoso sobre la comodidad y deslealtad de los pueblos para los que algunas minorías han trabajado desde el anonimato y altruismo más genuinos.

Podríamos recordar a quienes han luchado a lo largo de la historia para que todos los trabajadores, incluso los conniventes con el patrón, se acabaran beneficiando de los logros de las huelgas. También podríamos acordarnos de las mujeres cómplices con el patriarcado que han terminado siendo beneficiadas por las luchas del feminismo. A los esclavos que se jugaron la vida para que los que asentían medrosos pudieran ser liberados, o a los antifranquistas que sufrieron cárcel mientras los que luego lideraron la democracia se escondían en el sindicalismo vertical.

Sin ningún método científico que me respalde, por una mezcla de intuición y experiencia personal, tengo calculado en no más de un diez por ciento el volumen de ciudadanía que está dispuesta a jugársela cuando todo está en contra. Porque, que nadie se equivoque, el activismo social es el que se la juega. El que arriesga.

Bien es cierto que vivimos una época algo más sencilla que la de muchos de nuestros antepasados, y la integridad física no entra —de momento— en la ecuación de los costes a pagar por las reivindicaciones sociales. Pero sí entran perder el empleo o estar marginado laboralmente, ser vetado en los espacios de decisión o no ser aceptado en determinados círculos sociales que establecen la integración normativa. Si piensan un momento, no encontrarán en su entorno a más de ese diez por ciento que esté dispuesto.

Por eso siempre merece la pena fijar la mirada en las minorías críticas aparentemente enloquecidas que utilizan un lenguaje incorrecto y proponen ideas radicales para cambiar las cosas. Lo más probable es que las almas que hay detrás de esas voces estén renunciando a multitud de privilegios sociales que son siempre «pájaro en mano» respecto a posibles beneficios políticos para todas y todos. Es mucho pedir que cuando una mayoría coge una bandera la sociedad se interese por la minoría que hizo a esa mayoría llegar ahí, pero sí es exigible un mayor esfuerzo por respetar a quienes en algún momento nos parecen tontos, lunáticos, ingenuos o traidores. Porque lo más seguro es que estén diciendo insensateces que en unos años harás tuyas.

*Licenciado en Ciencias de la Información.