Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie», sentenció Theodor Adorno. Las dudas sobre la pertinencia o no en abundar en determinados temas o géneros no son nuevas. Yo mismo me he preguntado si tiene sentido escribir cuentos después de Chéjov, como muchos se preguntarían en el siglo XVII si merecía la pena escribir libros de/sobre caballería después de Don Quijote.

Tras leer detenidamente al gran maestro ruso, podríamos pensar que tras él no queda lugar a más indagaciones sobre el hombre. ¿Había que retratar el culto a la personalidad? Escribió El talento. ¿Un fotograma sobre la pulsión irracional amorosa?: Amorcito. ¿Una historia sobre al amor limpio a la vez que adúltero?: La dama del perrito. ¿Un cuento sobre la falta de empatía ante el drama? Ninguno mejor que La tristeza.

Chéjov escribió sobre burgueses, los militares, las criadas, escribió sobre los campesinos y sobre los terratenientes. A todos les auscultaba el alma con su estetoscopio (estudió la carrera de medicina) y dejaba al descubierto nuestras miserias, para disgustos de sus críticos, que le afeaban ese defecto, además de que sus tramas fueran de corto recorrido. Unas críticas que ahora causan cierto rubor.

¿Escribir después de Chéjov? Lo que quiero contar ya lo hizo él en el siglo XIX con un lenguaje llano. La respuesta podría ser esta: aunque nos acompleje un modelo literario, aunque pensemos que todo está escrito y creamos estar dando el parte meteorológico del día anterior, siempre nos quedará la opción de escribirnos a nosotros mismos. Recordemos a Roland Barthes: «Escribir es un verbo intransitivo».

No escribimos solo para analizar la condición humana. Escribimos para disparar al aire, cual náufrago en una isla desierta, una bengala de alerta que avise a cualquiera que navegue por la zona. Escribir es una petición de auxilio o, como dijo Kafka, otra forma de oración.

* Escritor