Algo menos de cuatro horas duró la angustia por el secuestro de una clase de niños de primaria en una escuela parroquial del barrio de Santa Eulalia, en L´Hospitalet de Llobregat (Barcelona). El final fue incruento, gracias a la eficacia y la responsabilidad de las fuerzas policiales que se encargaron de la crisis. Lo hicieron con la serenidad y los medios proporcionados a la amenaza real que supone un adolescente armado con una navaja, presumiblemente más descentrado que agresivo.

Es muy probable que el secuestrador actuase movido por un mecanismo de emulación de acciones mucho más sangrientas sucedidas en centros educativos de Estados Unidos, el Reino Unido, Francia o Alemania. Es un síntoma inquietante. Pero no se debe perder de vista que nada tiene que ver el acto de delincuencia juvenil de ayer con las masacres escolares que han conmovido otras sociedades occidentales. Las escuelas deben ser serias en el control de los accesos, y en la organización de las entradas y salidas. Pero el tino que se demostró ayer no tendría continuidad si se reacciona pidiendo una policialización de la seguridad en los centros. Las escuelas deben ser seguras, pero es inviable, inconveniente y exagerado querer convertirlas en búnkeres.