Este viernes pasado la Junta de Extremadura ha puesto sobre la mesa, en convocatoria pública, casi cuatro millones y medio de euros para subvencionar las energías renovables en su uso doméstico y de pequeña empresa, además de en dependencias oficiales de ayuntamientos y sus entidades locales menores. El consejero competente, José Luis Navarro, ha arremetido otra vez contra la regulación que en la materia han implantado los gobiernos Rajoy, y acusado al PP de complicidad y alianza con las grandes empresas del sector eléctrico.

Ello nos pone en relación con la cierta pelea que los poderes públicos extremeños han mantenido en las últimas décadas contra los grandes intereses energéticos --petroleros incluidos--, y de la que son episodios la fallida instalación de la central nuclear de Valdecaballeros, el también frustrado proyecto de la refinería del Grupo Gallardo entre Villafranca y Los Santos de Maimona, o el presente pulso, desigual, entre la Junta de Extremadura y los propietarios de la central de Almaraz que quieren ampliar la capacidad de almacenamiento de combustible gastado y, con ello, muy probablemente la licencia de actividad de los dos reactores.

Hoy día pocas personas con información y cordura pueden oponerse a la necesidad de la transición en el modelo energético. Llevamos muchos siglos beneficiándonos de combustibles fósiles como el carbón y luego el petróleo, que a la postre hemos sabido en su uso liberan unas cantidades de carbono que nos llevan, por abuso, al desastre climático y posible colapso mundial, del que son una prueba las oleadas de migraciones hacia los países ricos de millones de pobres castigados por las consecuencias del desequilibrio climático como son las sequías, inundaciones y otras alteraciones meteorológicas.

Estamos en estas democracias más avanzadas en un sistema de economía de mercado, con cierto tinte social, en el que es lógico que las grandes corporaciones aspiren a parejos beneficios, pero también son lo suficientemente inteligentes sus accionistas potentes como para no discutir tampoco lo inevitable de la transición en el modelo energético a favor de lo renovable, fundamentalmente para captar y utilizar ese torrente inagotable de sol, ese mismo caudal que se ha almacenado, bajo tierra, en forma de petróleo, gas y carbón durante millones de años; de hecho esas empresas toman posiciones en el nuevo sector.

La cuestión es hasta donde se alarga la cuerda. Hasta dónde llega la avidez del dividendo, frente al control social sobre el medio ambiente que siempre nos ha cobijado y mantenido. Y en esa estamos, por ejemplo, frente a la actividad de una nuclear que según algunas versiones estaría ya amortizada. Aunque por otro lado hay que advertir que algunos de sus críticos posiblemente no caen en la cuenta de que a lo mejor es la que alimenta la continua recarga de sus avanzados teléfonos móviles.

El poder de las corporaciones energéticas es fortísimo, en todo el mundo. Se las compara a las farmacéuticas o la industria del armamento en ese aspecto.

Aquí en Extremadura tenemos muchas pruebas y vaya una: apenas presentado el proyecto de refinería Balboa el dirigente de una petrolera, con unas amistosas palmaditas en el hombro, le dijo al presidente de la Junta: «Ese proyecto no va a salir». Y tenía razón, no salió, aunque lo llamativo es que esa frase ahora lapidaria se pronunció antes siquiera de iniciar ninguna declaración de impacto ambiental ministerial que luego, negativa, fue el argumento de muchos.

En cualquier caso, ha vuelto a señalar en esta ocasión el consejero José Luis Navarro, el impuesto al sol, el que una familia pague un peaje simplemente por usar el cable de la luz cuando sus placas solares no le surten de la misma, es una sinrazón, mal vista incluso desde la Comisión Europea, y que explica entre otras razones por qué España, de alumna aventajada, ha quedado en patito feo internacional en la evolución de las renovables.

* Periodista