XLxa historia de España es recurrente. Pasan las generaciones, pero problemas similares aparecen y desaparecen. Hoy, un viejo espectro que creíamos conjurado tras la desaparición del Estado centralista y su sustitución por el Estado autonómico, emerge de nuevo, proponiendo otra vez la confrontación entre los nacionalistas identitarios del separatismo y los nacionalistas tradicionales de la uniformidad. Estos últimos perdieron la batalla con la creación del actual Estado descentralizado. Aquellos, por su parte, creen que el Estado autonómico es solamente una etapa en el camino que conduce a la independencia o a la creación de una comunidad de miniestados, como fórmula confederal de bases tan endebles como la que se creó en el antiguo espacio soviético a la caída del comunismo.

Lenin había definido al Imperio zarista como una cárcel de pueblos. Por lo que se vio, esa cárcel quedó vacía no con la caída del zarismo sino por la evaporación de la dictadura del proletariado. Toda una lección. Sin embargo, España no ha sido históricamente una cárcel de pueblos, como algunos exaltados nacionalistas quieren hacer creer. Sí hubo una dictadura de cuarenta años, pero durante ella estuvimos todos los españoles encarcelados, y no por eso hemos aceptado que el dictador monopolizase todo lo que representa España en su historia (no olvidemos el mito de las dos españas) ni que haya quedado estigmatizada nuestra personalidad colectiva para siempre jamás. Nada en política es inocuo, ni dejan de incidir en nuestra vida colectiva y en la conciencia social los conflictos y debates que se desencadenan sobre elementos cruciales de la organización de la vida colectiva y de la Constitución. Todos somos partícipes de las características de la sociedad de la que formamos parte, lo que no quiere decir que reaccionemos agresivamente frente a quienes mantengan posiciones contrarias a las nuestras. Pues bien, situándonos en el plano de un debate limpio, pacífico y democrático, muchos españoles tienen derecho a sostener frente a sus opositores nacionalistas que, si España no es una Nación, como ellos afirman, Cataluña, Euskadi o cualesquiera otra región que lo pretenda tampoco son naciones. Porque al igual que el conjunto de España, por razones de carácter humano y demográfico son también comunidades de composición diversa y plural; con una dosificación en la que el componente autóctono no llega al 50%, y el resto corresponde a una población generalmente emigrante de otras regiones, cuyas raíces culturales, territoriales o lingüísticas, no debieran ser tan ostentosamente ignoradas, sometiendo a los foráneos a procesos de asimilación y homogeneización que terminan provocando en las generaciones de emigrantes y sus descendientes, situados en la base social popular, la pérdida de toda noción y conciencia de sus orígenes. Aquí se verifica, una vez más, como toda política inspirada por los nacionalismos, sean centrales o periféricos, esconde tras su folclórica fraternidad colectiva, la triste realidad de negar al diferente, y cuando no puede borrar su imagen, lo discrimina.

Los progresistas debemos advertir a quienes caminan con nosotros que nuestra meta no es la vuelta a la aldea perdida, ni a la vieja choza de la tribu. No queremos contribuir a levantar corrales cada vez más pequeños donde refugiarnos para mirar complacidos eternamente a nuestro propio ombligo. Al contrario, nuestra idea de la ciudadanía se basa en el concepto universal de la igualdad de derechos y dignidad de todos los seres humanos, que para realizarse requiere configurar comunidades políticas cada vez más amplias, dotadas de instituciones comunes capaces de garantizar la desaparición de toda discriminación por razón de nacionalidad, raza, cultura, religión, etcétera. Para los progresistas el progreso no consiste en romper los lazos con los vecinos sino, por el contrario, en anudarlos de manera racional y solidaria. El progreso para España y los españoles ahora no ha de consistir en romper los pocos elementos comunes que nos van quedando, fragmentando la financiación autonómica y la fiscalidad común, blindando y haciendo invulnerables unas competencias autonómicas que, en todo caso, son por imperativo legal y constitucional compartidas; o levantando barreras lingüísticas, utilizando a la lengua como instrumento político de unificación y exclusión; o, por último atribuyendo a algunas comunidades autónomas el término de Nación que la Constitución reserva exclusivamente para España.

*Diputado socialista por Cáceres