Lo que parecía un sueño se ha convertido en realidad, la selección española ha pisado con sus pies descalzos la cima del Olimpo, y este triunfo no es un destello fugaz sino algo perdurable, algo que viene para abrirnos el horizonte inquebrantable de los ojos, para situarnos en el lugar en el que siempre debimos estar, para premiar nuestro juego y nuestro esfuerzo, y para que la causa del fútbol hiciera definitivamente justicia con España.

Hoy vivimos una eclosión que se desborda como un río incontenible, una emoción que se nos escapa y a la que no sabemos poner nombre, ni valorar en su justa medida. Será preciso que transcurra el tiempo, que el olvido ponga la distancia precisa para poder apreciar la importancia de lo que ahora acontece.

Porque el fútbol, con sus códigos simples, con sus contradicciones y miserias, no es un juego trivial emparentado con el primitivismo, sino que representa una nueva forma de poder y de influencia en esta era globalizada, un método de reubicación en el contexto internacional tan válido como cualquier otro, por eso hay quien se empeña en afirmar que el fútbol es algo más que un deporte, que algo que es capaz de levantar esta efervescencia, merece ser estudiado como fenómeno sociológico, o como instrumento vertebrador al servicio de la sociedad, ya que posee la capacidad de despertar en la conciencia colectiva, el orgullo dormido y el sentido de pertenencia, y eso rara vez lo consiguen las palabras por muy bien estructuradas que estén.

XSU CAPACIDADx de convocatoria reside en que es el catalizador de incontables emociones, que se producen condensadas como en una película que prescinde de lo circunstancial, también porque el fútbol sienta sus bases sobre premisas tangibles como: la casta, la fuerza, la firmeza, la habilidad, el pundonor, el esfuerzo individual y la estrategia colectiva, y porque despierta en el interior de cada uno, el germen dormido de la identificación, una proyección personal con tu equipo, que te hace sentir las victorias o las derrotas como propias.

Tanto la selección nacional de fútbol como la de baloncesto, son un espejo fiel en el que nos gustaría que se reflejara la realidad social española, un equipo joven, luchador y compacto, compuesto por deportistas de procedencia diversa, pertenecientes a los distintos territorios del Estado, tal vez con ideologías políticas y creencias diferentes, pero que se entregan en cuerpo y alma ante un objetivo común. El fútbol proporciona esos anclajes que nos unen con nosotros mismos, lo que provoca un estallido de desesperación en algunos nacionalistas periféricos que son ajenos a los sentimientos colectivos, en los que ellos no participan como protagonistas únicos.

Esta Eurocopa ha servido para que reverdezca la ilusión y el entusiasmo en el corazón de mucha gente, para acabar con la frustración de tantos años de sequía, para recargarnos de esa energía y de ese optimismo que proporciona el triunfo, para que crezca entre la juventud la euforia y la autoestima, para que una extraña locura se apodere de las calles y haga que nos reencontremos con la ilusión perdida.

Si al deporte lo desposeemos de su capacidad competitiva se quedaría en nada, sería como una cáscara vacía o como una hoja mecida por el viento, pero en la confrontación y en la brega es donde reside su fuerza, donde hallamos el mejor antídoto para erradicar las secuelas de ese complejo de pesimismo histórico que se ha adueñado durante tanto tiempo de nuestra particular forma de ser.

El fútbol, tras su carcasa de buenismo, esconde un ejercicio de crueldad semejante al de las tragedias clásicas, como un combate a muerte, donde convive la alegría del vencedor con la decepción del vencido. Se trata de un juego asimétrico donde para que uno triunfe es preciso que los demás sucumban. Es posible que no siempre la suerte esté de nuestro lado, pero para perder una batalla es menester haberla librado, acabar con ese maleficio que nos abonaba irremisiblemente a la nómina del fracaso. Porque lo importante de la victoria es el gesto, la intensidad vivida a lo largo del proceso, el saber que a partir de ahora ninguna derrota será lo suficientemente contundente como para impedir que sigamos creyendo en nosotros mismos.

A pesar del triste espectáculo en el que la desmesura mediática ha convertido a este deporte, el fútbol permanecerá para siempre en el imaginario colectivo, porque fue capaz de distraer el hambre en los años de la posguerra, de romper el tedio en las interminables tardes de domingo, y de llenar de vida las adormecidas conversaciones de cada lunes.

Hemos aprendido a saborear las mieles del triunfo, a dejar de ser esos sempiternos quijotes llenos de coraje y genial inconsistencia. Ya no será preciso que la imaginación de los niños vuele a lugares remotos en busca de ídolos foráneos, porque los más renombrados estarán entre nosotros, esculpiendo con nombres en el mármol dorado de la intemporalidad.

*Profesor.