Profesor de Ciencia Política

La primera mitad de este año ha permitido que se reabriese un viejo debate, de la mano del aparente resurgimiento, frente a Estados Unidos, de un proyecto independiente del lado de la UE. Olvidaremos ahora, por lo que puedan tener de coyunturales, los datos más recientes, que han venido a rebajar, y sensiblemente, el tono de las discrepancias que Francia y Alemania blandieron meses atrás, hoy arrinconadas en provecho de posiciones más aquiescentes con la prepotencia norteamericana.

Afirmar que EEUU y la UE blanden proyectos muy semejantes sería, a buen seguro, simplificar los hechos. Al respecto quienes saben de estas cosas gustan de recordar, como botones de muestra, que la actitud de la UE con respecto a Israel es menos generosa que la norteamericana, que perviven serias diferencias en lo que atañe a la pena de muerte y a la justicia penal internacional o que los países europeos se muestran más propensos a la preservación de mecanismos multilaterales. Uno tiene por momentos la impresión, sin embargo, de que lo anterior no da para mucho o, lo que es casi lo mismo, de que la subordinación que Bruselas sigue mostrando para con Washington es cualquier cosa menos casual y pasajera. De un tiempo a esta parte se acumulan los datos que invitan a recelar, por lo demás, de dos grandes mitos que aderezan a la UE que conocemos.

El primero sugiere que hay un modelo de capitalismo europeo caracterizado por su inequívoca dimensión social y enfrentado al capitalismo norteamericano, mucho más competitivo y remiso a aceptar la salvaguarda de derechos. Estamos tristemente obligados a preguntarnos si el modelo europeo ha resistido el envite de dos decenios de políticas neoliberales o, por el contrario, y como parece, ha sucumbido a una franca inmersión en los códigos propios de su rival estadounidense. La certificación de que esto es lo que, mal que bien, ha ocurrido, deja en mal papel, por cierto, a quienes sostienen impertérritos que el capitalismo propio de la UE tiene una inequívoca dimensión productiva, frente a las querencias especulativas que despuntarían en el norte de América.

El segundo mito se asienta en la percepción de que, por su cara bonita, la UE es un agente internacional ontológicamente comprometido con la justicia, la solidaridad y la paz. ¿En virtud de qué extraño razonamiento estaríamos obligados a aceptar que el núcleo europeo del capitalismo global difiere sensiblemente de sus competidores en lo que a su conducta en el Tercer Mundo, por ejemplo, respecta? ¿Alguien piensa en serio que los proyectos que abrazan gentes como Tony Blair --la agresividad al servicio del imperio estadounidense--, Jacques Chirac --la defensa de un horizonte de hegemonía para Francia--, Schröder --una agresión en toda regla contra los gastos sociales--, Silvio Berlusconi --la supremacía aplastante, frente a la ley, de los intereses empresariales-- o José María Aznar --la miserable incorporación de su país al club de los más ricos-- guardan alguna relación con valores como los mencionados? La retórica de la que la UE hace uso, ¿retrata mejor el sentido final de su apuesta que el contenido expreso de las políticas que sus abanderados acarician?

Tras los innegables logros de la Europa de los mercaderes, ¿hay alguna apuesta consecuente por algo que no sea la defensa obscena de intereses, aun a costa de arrinconar respetables principios?

Los dos mitos que acabamos de mal reseñar no deben oscurecer, con todo, el vigor de una excelsa paradoja: lo que a los ojos de muchos se antoja uno de los males endémicos de la UE realmente existente --la falta de acuerdo que, en virtud de la preservación de los discursos nacionales respectivos, muestran sus miembros-- bien puede ser un saludabilísimo elemento de contención. Y es que esa división traba, y poderosamente, la irrupción de conductas abrasivas en las que los espasmos propios de una lógica imperial encuentren acomodo.

Entre tanto, y como medida de estricta prudencia, lo suyo es que guardemos las distancias con respecto a lo que la UE puede ofrecer en el futuro: no vaya a ser que, llevados del encomiable propósito de contrarrestar la indisputada hegemonía norteamericana, alimentemos monstruos entregados a la reproducción de muchas de las miserias que rodean a esta última.