Escritor

Pío Baroja y yo llevábamos sin dirigirnos la palabra desde el instituto. Pero hace apenas unos meses, cuando menos lo esperaba, lo sorprendí mirándome con sus ojos de gato triste por el rincón más escondido de mi biblioteca, y decidí que había llegado el momento de reiniciar nuestras relaciones. Admito que es un hombre malhumorado, protestón, y que le huele el aliento a tabaco de picaduras, pero a poco que lo tratas se ve que es de corazón sencillo y que está cargado de una sabiduría campechana y profunda. Su palabra es como las almendras, sabrosa y alimenticia bajo un caparazón de palisandro. Sin ir más lejos, al protagonista de su novela Mala hierba, un golfante que intenta sin mucho tino cambiar de vida, le pregunta: "¿Y qué piensas hacer?", "Pues estar a la que salga", "¿Y si no sale nada?", "Creo que algo saldrá" "¡Qué español eso! (dice Baroja). Estar a lo que salga. Siempre esperando...".

Y esta conversación se me ha quedado trastrabillada en la cabeza, dando vueltas y vueltas, fastidiosa como una canción del verano. Quizá sea que me impresionan este tipo de reflexiones porque en mi vida hay mucho de eso, de espera estéril y sin sentido, siempre al acecho de un rayo de luna becqueriano que llene de luz mi existencia, para luego irse y no ser nada.

El caso es que la dichosa lectura me ha amargado la mañana. He arrojado el libro sobre la cama y he bajado al bar de Mateo a tomar un café. Allí me encuentro con los de siempre y con lo de siempre. La tele a todo volumen y los periódicos confiscados por gente estatuizada en las páginas de deportes. Pero ya el camino de regreso es imposible y, como no tengo otra cosa que hacer, voy observando el espectáculo del mundo que pasa ante mis ojos. Tampoco éste parece buen remedio para desprenderme del hálito de pesimismo que Baroja ha dejado en mi corazón. Fíjate, me dice al oído su voz de ultratumba, Mateo el tabernero, aunque te sonríe al servirte el café, odia su trabajo con toda el alma, lleva más de veinte años en este negocio, sin vocación y sin pretensiones, sólo esperando que ocurra algo que lo libere: una quiniela, un cupón, algo... Y ese otro que deglute su tostada de aceite y ajo con ensimismamiento, es un pobre hombre que apenas si gana treinta mil duros al mes, pero que tiene todas sus esperanzas depositadas en que su hijo acabe la carrera pronto y le levante el yugo al que lo tiene ungido. Y tú mismo, chaval, mírate, vienes aquí todos los días hecho un bobo, aburrido de esperar que te surja del magín una novela, un poema, ese algo que logre alzarte como un globo de tu mediocridad de siglos...

Llegados a este punto yo voy a abrir la boca para protestar enérgicamente, pero en éstas la televisión se ha puesto escandalosa y logra que la parroquia en pleno vuelva la vista hacia ella, en un silencio imprevisto que deja al descubierto la voracidad ruidosa del comedor de tostadas. Tras la pantalla, la voz de un joven periodista informa de que los diputados socialistas Eduardo Tamayo y María José Sáez están bajo sospecha de haber recibido un soborno de más de ochocientos millones de pesetas de las mafias inmobiliarias.

Sin decir esta boca es mía, todos, absolutamente todos, declinamos los ojos hacia los fondones de las tazas de café en un silencio resignado y cómplice. Baroja sacude la cabeza y escupe con furia contra el suelo. "Como siempre, estos pillos son los únicos que logran zafarse de las garras de la espera en este país de majaderos", me dice. Y se escapa cabizbajo hacia la calle, supongo que de regreso a nuestra biblioteca. Yo salgo de inmediato a su encuentro. El hombre está mayor y con el disgusto ha dejado olvidada la boina encima de la barra.