Según se ve y se mire por donde se mire, un Estado es una empresa. De las grandes; donde unos pocos, los también grandes accionistas, mandan y se reparten las ganancias. Está claro que este modelo es el que se lleva. Con matices. Porque en nuestro caso, los principales accionistas han hecho responsables a los trabajadores del desastre que ha originado su mala gestión. Ahora corresponde a los empleados hacer sacrificios, pues muchos tienen todavía ciertos privilegios como ¡un trabajo! o ¡ médico gratis! y se lo deben a ellos. Es lo que tiene el estado del bienestar. Lo mismo debían decirle a los niños mineros ingleses en época de la Revolución Industrial.

No obstante, olvidamos hay un segundo modelo de empresa. El que más miedo daría a las agencias de valoración del riesgo: el utópico. En una economía verdaderamente sostenible - y este exiliado es pregunta si ha habido o habrá alguna- los altibajos cocainómanos de las bolsas y los ´hedge founds´ no serían más que un molesto zumbido. Gobiernos y Mercados serían dos socios más de una inmensa cooperativa donde cada uno es responsable ante los demás; y si gestionaran mal su explotación, tendrían que dar cuentas al resto, y no al revés. Pero en el primer modelo, si un consejero arriesga un dinero que su empresa no tiene y especula para ganar una millonada y la jugada le sale mal, el Gobierno de turno no tardará a poner algodones a su igual. Estímulos para unos, reajustes, despidos en masa, etc. para los demás. Y a sacar el dinero de la caja de las pensiones con tal de que el balance contable no se vea afectado y la cotización de la Empresa no pierda puntos en bolsa. Pero el balance social de esta Empresa que, -ahora lo sabemos- , no somos todos, sí se ve afectado. Porque para el Estado, S.A., un ciudadano tiene el valor que el mercado quiera darle. Y eso debería hacer reflexionar a algunos e hincar la rodilla a otros. Para pedir perdón en la próxima Junta de accionistas, mayormente.