Aunque sería complicado que prosperara la calificación penal de estafa a la monumental operación especulativa que en los últimos años ha encarecido la vivienda hasta extremos tan delirantes como antisociales, no por ello lo sucedido deja de ser, en puridad, una estafa de alcance gigantesco cuyas víctimas se cuentan por cientos de miles. Esas víctimas no han perdido, cual solía ser común en los pufos inmobiliarios de antaño, el dinero que tenían, pues no tenían, sino el que puedan tener en los próximos veinte, treinta o cuarenta años, pues lo cierto es que habiendo mordido el anzuelo del préstamo fácil, del crédito hipotecario, los compradores de vivienda para vivir (que no para especular o para blanquear dinero negro) se encuentran que adquirieron su casa a un precio escandalosamente superior a su valor real, que ese precio ya desmesurado se incrementó hasta doblarse en ocasiones con los intereses del préstamo, y que habrán de seguir pagando durante ni se sabe ese sobrepecio brutal por algo que, aun en el caso de que se fueran a vivir debajo de un puente y lo vendieran, no valdría ni la mitad de lo que por él pagaron, o, mejor dicho, de lo que por él se comprometieron a pagar durante treinta años. Si esos cientos de miles o millones de ciudadanos, pertenecientes a la clase trabajadora, no han sido estafados, que venga Dios y lo vea.

Pero Dios, lamentablemente, no va a venir a ver lo que los gobiernos de la última década no quisieron mirar, encantados con los efectos euforizantes de ese soma sobre una multitud de pobres que se creían, de súbito, propietarios, cuando no autores del más fabuloso negocio de sus vidas. La tenebrosa sombra del endeudamiento con sus anexos de pérdida de la libertad y de entronización de la codicia, no pareció alarmar a nadie pese a sus efectos más que previsibles y a las continuas advertencias de la Unión Europea, y es ahora, cuando los grandes especuladores y los magnates del ladrillo se retiran del negocio con las arcas rebosantes, cuando los que permitieron y facilitaron la estafa se unen, compungidos, a las lamentaciones. Ahora, sí, pero ahora, ¿qué?

*Periodista