La detención de Antonio Barrientos (PSOE), alcalde de Estepona (Málaga), y una veintena de personas más, entre ellas varios concejales y funcionarios, el arquitecto municipal, técnicos y empresarios, presuntamente implicados en una trama de corrupción urbanística, pone una vez más de manifiesto --y van...-- las debilidades de un sistema en el cual la falta de controles sobre la gestión local acompañada de la excesiva discrecionalidad de que disfrutan los cargos electos permiten medrar a quienes están dispuestos a enriquecerse a toda costa y saltándose la legalidad a la torera. Las imputaciones de cohecho, tráfico de influencias, prevaricación y blanqueo de dinero a que deben responder los acusados en la operación llevada a cabo ayer delimitan el terreno de juego típico de estos casos --recalificación de terrenos, comisiones, interferencia privada en los asuntos públicos--, y recuerda como una gota de agua a otra el escándalo que zarandeó al Ayuntamiento de Marbella.

La inmediata decisión del PSOE de expulsar a Barrientos y la exigencia de José Antonio Alonso, portavoz socialista en el Congreso, de que se vaya "hasta el fondo" tienen un valor limitado si se atiende a la memoria, pues basta con repasar la biografía política de Barrientos para toparse con la sombra del GIL, un partido creado a imagen y semejanza del exalcalde de Marbella, el fallecido Jesús Gil, que ha contaminado hasta la fecha cuanto ha tocado. La importancia del PSOE en la Administración local es demasiado grande para comprometerla con alianzas y componendas en las que participen el GIL o sus secuelas, santo y seña de la opacidad, el clientelismo, el populismo y la demagogia.

Con Barrientos, ya suman nueve los alcaldes --seis del PP, uno del Partido Andalucista, otro del GIL y el último del PSOE-- detenidos en los dos últimos años como resultado de causas judiciales abiertas por corrupción urbanística. Ante esta situación, cabría exigir que los grandes partidos sometan a la consideración de sus estados mayores hasta qué punto son capaces o no de desactivar la mezcla explosiva de turismo, urbanismo y falta de escrúpulos para conjurar las sombras de sospecha que se abaten sobre la política local.

Los gestores honrados de la inmensa mayoría de ayuntamientos merecen esta reflexión y, con ella, el análisis de hasta qué punto administraciones de rango superior a la local pueden mejorar los mecanismos de control sobre ésta. Apelar a la autonomía municipal para no afrontar este debate no es de recibo: los ciudadanos tienen derecho a que la tutela sobre el trabajo de los concejales cuyos sueldos pagan sea tan exigente como la presión fiscal que soportan.