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La estrategia política es un trasunto de la estrategia militar que ha venido casi a sustituir a la diplomacia, que era melindrosa, ritual y sutil y que confiaba más en el maquillaje y la interpretación para mantener treguas que en resolver definitivamente discrepancias o conflictos que al final venían a terminar en guerras.

Cualquier estrategia ha de fraguarse con un combinado de engaño, secreto de unidad de poder y disciplina. En consecuencia, es natural que cuando se comenzó a utilizar la estrategia en la política, al comprobar que la estrategia militar proporcionaba el beneficio de economía de esfuerzos y medios, hubieron de utilizarse los mismos ingredientes: el engaño, ocultando una finalidad o simulando otra distinta a la pretendida; el secreto, que es siempre consustancial al engaño, y la unidad de poder y disciplina para que se controle y restrinja el conocimiento del secreto y se evite que traidores o imprudentes acaben por darlo a conocer a contrarios o enemigos malogrando la sorpresa, que es el principal factor que proporciona la ventaja. De aquí que los partidos políticos, que son los ejércitos que entran en la liza, hayan de utilizar esos recursos, que a veces resultan o parecen impropios o contrarios a los principios que proclama la ética política; tal vez porque hayan sido tomados o aprendidos en otro ámbito que tiene otra aplicación y exigencias.

En consecuencia a la puesta en práctica de una estrategia y a la formulación o concepción de la misma no se llega en virtud de formales y democráticas deliberaciones y consenso en que participen todos o los representantes principales del partido. Es decir, no se aplican procedimientos estrictamente democráticos, porque se podría romper el secreto y que las discrepancias rompieran la unidad. La estrategia ha de ser imaginada y articulada por el más reducido número de personas y aun mejor sólo por el jefe del partido si el jefe tiene u obtiene eso que se llama carisma, bastando casi siempre que el jefe crea que lo tiene porque el carisma se suele otorgar automática e interesadamente por el partido para que mantenga su unidad. La disciplina, que también puede parecer un principio poco democrático, ya que impide la libertad de criterios, ha de exigirse por esa misma razón de conseguir que se mantenga la unidad de acción y, en consecuencia, habrán de aceptarse las decisiones del jefe aun cuando ésas sean inexplicables o hagan dudar de la ortodoxia ideológica de esas decisiones. De aquí que la gente, aunque mantenga por principios una concreta y particular ideología, se rebele y critique en buena parte a partidos de su ideología, en un intento al menos de mantener otros principios que consideran superiores, y acabe por castigar al partido, aun a su pesar, y aun sufriendo también el castigo, cuando la estrategia del partido fracasa o cuando la euforia del éxito no logra que se le perdone la utilización de métodos poco democráticos.

Naturalmente que para llegar a ese punto, habrá de esperarse a que el tiempo, que todo lo clarifica, demuestre el fracaso o el éxito de la estrategia. Aun cuando siempre seguirá existiendo parte de la gente, más escrupulosa, que se anticipará a la condena porque por principio no admite la simulación, el engaño, la férrea disciplina del poder que coarta la libertad de criterio pretendiendo que el secreto sea una verdad haciendo creer que el engaño o la falsedad es una cuestión secundaria porque se trata de una estrategia, sin considerar los casos en que nunca podrán justificarse hechos por el fin que se pretende.

Expuesto lo que creemos, añadiremos que cualquier decisión política que tenga carácter extraordinario, es decir, que no sea manifestada y resulte lógica y verosímil, se hace sospechosa de que oculta un fin distinto al que aparenta y se manifiesta y que existe un secreto que se trata de ocultar. Y se acrecentará la sospecha si se alegan fines o propósitos que no sea necesario e imprescindible que esos fines alegados hayan de ser indefectiblemente empleados. Se tratará de descubrir el secreto del engaño y de descubrir el verdadero fin que se persigue, ya que el mero hecho de ocultar el fin hace suponer que se oculta porque es indeseable para aquéllos a quienes se les oculta. Así sucede con la llamada guerra de Irak. Y no se trata de cuestionar y condenar simplemente la guerra, porque la guerra, aunque sea siempre condenable e indeseable, es y sigue siendo en ocasiones necesaria e imposible de evitar. Se trata, en realidad, de que se confirme que la guerra era en verdad inevitable y necesaria por la razón que se dice, es decir, porque así lo exigía la destrucción de unas armas mortíferas de destrucción masiva que precisamente se encuentran en ese país, y al que era necesario controlar para salvar nuestra civilización y la propia humanidad. Es natural que si se confirmara que el fin que se alegaba era el verdadero, habremos de admitir que nuestro partido gobernante, o más concretamente su presidente, habría acertado plenamente al aceptar el fin que se alegaba. De no ser así, se descubriría que sólo eran estrategias mutuas y se comenzarán a cobrar facturas, aun cuando sea con la rebaja que supondrá la parte del botín que corresponda. Porque en todas las guerras se obtiene siempre algún botín. Aunque los más escrupulosos o los más sagaces ya han comenzado a cobrar, o se disponen a cobrar, el pago de la factura.