Dramaturgo

Iluminó la noche del desierto con un resplandor dorado digno de una estrella mayor. Cruzó los palmerales haciendo que bandadas de murciélagos escaparan de sus escondrijos chillando a la luz. Pasó sobre los rebaños de cabras que dormitaban en la arena su sueño de esparto masticado. Saltó los puentes reflejando su poder en las aguas de aquel río misterioso en el que antiguamente terminaban los ladrones metidos en sacos llenos de serpientes y gatos rabiosos. Por un momento, al paso del reflejo, las aguas acercaron aquellos rostros aterrados y ondularon las miradas descompuestas en un vaivén siniestro.

Era la estrella, sin duda, la estrella de Oriente que los niños cristianos conocían por las lecturas de las escuelas y de la que hablaban a sus amigos musulmanes para jactarse de lo que venía tras ella, ese cortejo de Magos cargado de regalos y esperanzas.

Era, sin duda, la estrella mágica, la que se perdía ahora desde el barrio oriental, el que lindaba con los desiertos de cálida arena, y tras cruzar el río seguía sobre los viejos cuarteles y los edificios del barrio residencial. Era la estrella mágica en la mirada de Alí el pequeño que se removía en su cama sobresaltado por el brillo intenso. Era la estrella mágica de la que le hablaba su amigo cristiano y que traía juguetes al pasar con aquellos Reyes también mágicos.

Después llegó el estruendo, el bramido, el retumbar de vigas y paredes, la lluvia de cal y el dolor sobre las piernas. La estrella se había detenido sobre el cielo de Bagdad y al azar, sin esperar ningún deseo, se había dejado caer sobre los edificios. Detrás de ella no venían los Reyes, sólo el sonido de las cadenas de los tanques.