Escribo de noche y, desde donde escribo, se oye el mar. Aquí, en esta playa de la Salvé, arribó por última vez el Emperador Carlos. Luego vino lo de Yuste y se le vino la muerte encima. La mar, y sobre ella, Europa, como una patera a la deriva en un mundo descoyuntado, estremecido y violento.

No he tenido nunca simpatía alguna por la Europa de los mercaderes. La de los burócratas. La de los políticos. Y, sin embargo, va siendo hora de cantar, al menos en lo que me toca, mea culpa, en tono íntimo, que Europa es más que la costra que la envuelve. Europa, esta Europa nuestra, a pesar de todas sus taras, a pesar de todos sus fracasos, es, desde hace años, levemente, dulcemente, una esperanza de unidad entre los hombres que la habitan.

El pasado jueves, Emmanuel Macron, presidente de la República Francesa, recibía en Aquisgrán el premio Carlomagno. Lo que fuera Carlomagno, o lo que fue Carlos V, no dejan de ser historietas del pasado, pero ambas tienen la virtud de inspirar una vaga idea de hermandad. Soy español porque el tiempo nos ha dado a los españoles lazos, ansias, esperanzas y hasta heridas comunes, por eso abomino de todo atentado contra esta sagrada unidad de siglos llamada España. Pero la tarea de la unidad nunca acaba. La Historia no deja de ser un afán perpetuo por hacer la tribu cada vez más grande. Lograrlo es tarea ímproba. Lo fue ayer para el emperador de la barba florida y lo es hoy para cada uno de nosotros. Una tarea que no muere en lo ya conseguido, sino que aspira a más porque aspira a todo. Por encima de mercados y mercaderes, de burocracias y burócratas, la unidad de los hombres y entre los hombres es la más grande de las tareas de este y de cualquier otro tiempo. Estos sesenta últimos años, después del bochorno abominable de dos guerras devastadoras, han venido a alentar la esperanza en una patria más grande, una patria de patrias, una patria llamada Europa. Por eso comparto y aplaudo las ideas que Macron presentó en la Sorbona y que luego ha ratificado en Estrasburgo ante el Parlamento Europeo.

Europa es posible más allá de la defensa de ventajas o intereses de partido, de clase o de Estado. Europa es un escalón más en el ansia de alcanzar una Humanidad de iguales y libres. Europa necesita volver a la tarea común, a la ilusión de la unidad, de la santa hermandad. Frente a los nacionalismos egoístas y los populismos urgentes, Europa es posible. Frente a la retórica mísera y miserable del Brexit, frente a la desilusión, frente a los separatistas, Europa es posible. Europa está aturdida. Jean Claude Juncker dejó para la reflexión cinco caminos, pero solo con más Europa tiene sentido la UE. No basta con más mercado o con más aduanas, ni siquiera con más seguridad, Europa es eso, pero no solo eso. Ni siquiera eso lo esencial. Europa es, sobre todo, una manera de ser en el mundo. O, al menos, una esperanza de serlo.

Gran Bretaña ha dicho no a la idea de ser uno junto al resto. Quizá por egoísmo, o quizá por hartazgo de política y de burocracia. Quizá de todo haya. Hoy mismo parece que llegan al gobierno de Italia, en una coalición espuria y contranatura, los enemigos declarados de Europa. Eso sucede en la otrora Roma Imperial, la ciudad que soñó un orden universal. La Roma del tratado del 57. Soplan vientos de tormenta sobre la vieja y abatida Europa, es por ello que, ahora más que nunca, hemos de preguntarnos si atentar contra ella (por muchos que sean sus defectos) no sea también atentar contra una de esas sagradas hermandades (por conquistar).