Que la Unión Europea está cada vez más débil, y que ha perdido la pujanza y el arrojo de sus primeros años, es una evidencia que no necesita demostración. Algunos de sus países miembros se aferran ahora a un nacionalismo anacrónico y exclusivista con el fin de preservar sus esencias. Ya no están dispuestos a renunciar a una parte de su soberanía a cambio de nada, ni a sumergirse en esa estela de desarraigo en la que últimamente se ha convertido la Europa de los burócratas.

Una vez fracasado el proyecto de Constitución Europea merced a la negativa francesa y holandesa, se elaboró un texto alternativo que pudiera dar cabida a todos, para ello se devaluaron y se generalizaron algunos preceptos, con tal de poder apuntalar con ellos un mínimo acuerdo de política común, basado en las relaciones exteriores, en la política de defensa y en la inmigración; algo que toma cuerpo en un acuerdo de mínimos al que no se atrevieron a llamar Constitución, sino Tratado de Lisboa.

Pero aún así, ha sido incapaz de soportar la mínima envestida, no ha superado la prueba del algodón del juicio de los electores, lo que tratándose de Irlanda resulta una evidente contradicción. El país que más se ha beneficiado de los fondos estructurales, y donde una inmensa mayoría se considera europeísta, decide en una clamorosa paradoja, darle la espalda a Europa, sin que se sepa bien el porqué. En anteriores ocasiones las negativas estuvieron fundamentadas en causas conocidas y tangibles, sobre las que los defensores del no levantaron su alternativa, pero en esta ocasión los motivos aparecen envueltos en la nebulosa de lo impreciso, por lo que queda un campo abierto a las interpretaciones que tratan de encontrar la razón última que justifique este incomprensible arrebato de ingratitud.

XSE HA PENSADOx que pudiera deberse a ese ancestral apego identitario, al tradicional deseo del pueblo irlandés de gobernarse por sí mismo, frente a ese leviatán devorador o a ese concepto etéreo que para muchos representa Europa, aunque en el fondo pudiera tratarse simplemente de defender una posición de privilegio, al no estar dispuestos a asumir el riesgo que suponen futuras ampliaciones, por el recelo que suscita que los fondos de cohesión pongan rumbo hacia otras latitudes. Tal vez también influya falta de información respecto a la relevancia de lo que se estaba votando, o el miedo a perder su baja imposición fiscal y su tradicional neutralidad, pudiendo haber influido la situación de incertidumbre que toda crisis genera, con sus altas cotas de inflación, sus dificultades crediticias e hipotecarias, la agobiante dependencia energética, las sacudidas del desempleo, los problemas derivados de un mercado poco competitivo que presenta dificultades estructurales para adaptarse a los nuevos retos de la globalización.

Ante semejante situación cunde la desilusión, porque se produce una disociación entre los problemas reales y los derroteros que se empeña en seguir Bruselas, excesivamente escorados hacia la alta política institucional, y poco dados a defender un sistema de protección social cada vez más débil y quebradizo, sometido a liberalizaciones laborales, a la limitación de la negociación colectiva, o a tratar de expulsar a los inmigrantes ilegales por métodos tan expeditivos como el valerse de unas leyes coyunturales inventadas para la ocasión, y que fácilmente pudieran entrar en colisión con los derechos humanos.

Con todo, una consulta que permite que los 800.000 votos de un determinado país puedan cambiar el designio de 500 millones de personas, es algo tan desproporcionado que tiene necesariamente que estar formulado desde premisas erróneas. La unanimidad en un grupo de 27 es muy difícil conseguir, porque concurren intereses contrapuestos que a menudo suelen entrar en conflicto, por lo que estas consultas deberían hacerse de forma conjunta, sin que la posibilidad de veto de un determinado país pueda hacer quebrar la voluntad mayoritaria de los demás, o que a partir de este preciso momento, estas decisiones se adopten en ámbitos estrictamente parlamentarios.

En épocas de abundancia el altruismo tiene un más largo recorrido, porque es más sencillo entender conceptos como solidaridad o redistribución, pero cuando los malos vientos se abaten sobre la economía, el panorama se vuelve oscuro, silenciosos e impreciso, sobreviene de pronto un egoísmo regresivo, una ofuscación que busca refugio en los espacios interiores, en la seguridad reconfortante que proporciona lo ya conocido, y la idea de Europa empieza a volatilizarse, porque nada hay que haga más daño a la unidad que el desapego, que la defensa de los intereses individuales superpuestos a los generales.

Ahora se vuelve a plantear el dilema de si al Tratado le queda aún recorrido, si conviene continuar con las ratificaciones, o tomarse un tiempo de reflexión, si procede crear una Europa a dos velocidades o buscar una salida airosa para Irlanda. Porque lo que no tiene sentido es volver a modificar el contenido del acuerdo, ir tejiendo y destejiendo como si se cambiaran las reglas de juego en función de la dirección del viento, como si se improvisara un traje a la medida de quien esté en desacuerdo.

*Profesor.