La Unión Europea nació de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, creada en 1951, en un siglo XX aún metalúrgico. El acero es importante en la sociedad posindustrial y sostenibilista; el carbón, no mucho. Le debemos el despegue de la sociedad industrial durante el siglo XIX, pero fue luego desplazado por el petróleo, el gas, las nucleares y las renovables. Con el uso masivo del carbón empezó la perturbación atmosférica por exceso de dióxido de carbono. Y también el vertido al por mayor de óxidos de azufre, partículas y otros contaminantes. Las chimeneas eran el símbolo de la industria. Agua pasada.

Una directiva de la UE prohibirá que los estados subvencionen el carbón a partir del 2014. El mercado aprecia todavía la hulla de calidad, pero nadie quiere ya el lignito y otros carbones contaminantes o de bajo poder calorífico. Para mantener la actividad minera, algunos gobiernos los subvencionan. En España especialmente, pero ni así tienen salida. Por eso el Gobierno vuelve a subvencionar el mismo carbón ofreciendo primas a las centrales termoeléctricas que lo compran. Nada. El buen carbón europeo sale más barato. La UE ha dicho basta.

El carbón de calidad, mediante tecnologías de nueva generación que secuestran el dióxido de carbono resultante de la combustión, aún tiene recorrido. De hecho, hay más reservas de carbón que de ningún otro combustible fósil. Pero el carbón de mala calidad no tiene lugar en la economía del siglo XXI. En España quedan unas 15 compañías carboneras, en Castilla y León, Teruel, Ciudad Real, Córdoba y, sobre todo, Asturias. De él viven aún unos 8.000 mineros. Treinta años atrás eran 60.000. Habría que reconvertir esta residual minería del carbón en lugar de prolongar onerosamente su agonía.

Me pregunto si sindicatos y Gobierno querrán ver una tal evidencia. Los lobis laborales pierden el mundo de vista cuando miran hacia el siglo XIX buscando soluciones socialmente justas. Los gobiernos también cuando les preocupa más el ruido que el acierto. Ambas cosas suelen ocurrir a la par.