Esta situación de indefinición y de empate que pronostican las encuestas, propicia un clima electoral lleno de expectativas, de incertidumbres y de turbulencias. Algo que revelará si es posible gobernar una crisis sin sucumbir en el intento, o si la oposición cuenta con el suficiente apoyo electoral como para promover un cambio de tendencia. Porque tal vez esta situación de empate no se circunscriba al ámbito exclusivo de los pronósticos, sino que se haya convertido en uno más de los vicios miméticos en los que se ha instalado la clase política. Ya que ante el desgaste de un partido, la respuesta del otro no es la de aprovechar la coyuntura para afianzar sus posiciones, sino la de enfangarse en una serie de reiterados e inoportunos errores que, si no solapan los fallos ajenos, al menos sirven para distraer momentáneamente la atención del electorado.

En las carreras de alta montaña, llegados a un punto, los gregarios van cediéndole la responsabilidad a los cabezas de serie, que son los que en definitiva tienen que librar la batalla final. Rajoy se la juega en este embate, necesita demostrar que este es su momento, y unos buenos resultados le consolidarían en un liderazgo que a duras penas pasa la prueba del algodón. Es la última oportunidad que le queda para terminar con esas intrigas sucesorias que penden sobre su cabeza, también para confirmar que el triunfo en Galicia fue algo más que un espejismo pasajero, y que es capaz de caminar sobre las ascuas del espionaje y de la corrupción sin terminar con los pies abrasados. Para Zapatero en cambio, estas elecciones son un puro trámite, una reválida que hay que pasar procurando dejarse el menor número de pelos en la gatera. Su empeño consiste en pulsar los resortes de la participación, movilizar a ese grupo de electores que nadan entre las aguas tibias de la indecisión, una turba de euroescépticos a quienes interesa poco la construcción europea, o que simplemente militan en esa tierra de nadie llamada abstencionismo.

XQUEDAN LEJOSx en el tiempo aquellas campañas llenas de promesas sobrevenidas. Ahora, cuando la victoria exige iniciativas, se hace necesario improvisar unas maniobras lo suficiente viscerales como para sembrar la discordia y exacerbar los ánimos de una parte del electorado. Ayudando a crear esa bipolarización que tanto les gusta a los dos grandes partidos. Los socialistas se han servido de la publicidad institucional para provocar un golpe de efecto, desempolvando los viejos clichés de una derecha reaccionaria y oscurantista que afortunadamente ya no existe. Mientras que los conservadores levantan una cortina de humo en torno a la figura de un Aznar desubicado y agresivo que parece sacado de las fotografías en sepia de otro tiempo.

No somos tan ingenuos como para pensar que en esta campaña se debatirán las cuestiones europeas, cuando es de suponer que el eje central de la misma gire sobre política doméstica, pero lo que no se esperaba era que la estrategia consistiera en volver a la vieja alquimia de poner en evidencia al adversario con la última ocurrencia de turno, descalificarlo creando polémicas artificiales llenas de desmesura y de excesos verbales, de invectivas propias de una liturgia repleta de malos modos, y todo ello al objeto de hurtarle el verdadero protagonismo a las propuestas concretas y al diseño de políticas de hondo calado, como si la mente de esta sociedad posmoderna concediera un mayor crédito al impacto visual de la bronca política que al contenido de sus mensajes.

Como por una de esas casualidades intuitivas, los partidos han tropezado con los viejos tópicos. La clase política ha vuelto a coquetear con un primitivismo ideológico que parecía olvidado, y como consecuencia de ello se reabre una profunda brecha entre la postura de los conservadores que ven que cualquier solución a la crisis pasa inevitablemente por una serie de reformas estructurales como la del mercado laboral, un mayor control de gasto público y rebajas impositivas, y la de los socialistas que fundamentan su discurso en lo social, y no conciben una salida de este atolladero que pase por la mutilación de ninguno de los derechos de trabajadores o jubilados. Para reactivar el empleo se han propuesto invertir en infraestructuras y en obra pública. Tratan de sustituir un modelo económico basado en la especulación inmobiliaria por otro que tenga a la economía sostenible como patrón de crecimiento.

En medio de tanto ruido conviene aferrarse a las escasas certezas que aún nos quedan, una de ellas es Alejandro Cercas , un eurodiputado de esta tierra que se ha constituido en el defensor de los derechos de los trabajadores, al promover la retirada de una directiva que pretendía ampliar la jornada laboral hasta un máximo de sesenta y cinco horas semanales. Y es que para Extremadura, Europa no es un ente abstracto, sino una realidad tangible que ha contribuido de forma determinante al desarrollo experimentado durante estas últimas décadas. Refugiarse ahora en los cuarteles de invierno del abstencionismo, seria una señal inequívoca de desafecto y de ingratitud, algo que no está en consonancia con la nueva Extremadura que entre todos pretendemos construir.