WEwn 1957, seis países europeos alumbraron el Mercado Común en un sala del Capitolio de Roma. En menos de cincuenta años, aquel proyecto económico, que ya contenía vocación de integración política y que muchos tildaron de sueño imposible, ha crecido hasta extenderse por casi todo el continente, eliminar fronteras y dotarse de una moneda única. En un nuevo paso de futuro y en aquella misma sala romana, los 25 firmaron ayer la Constitución, que convierte a la Unión Europea en la primera democracia transnacional de la historia.

El texto no satisface a todos. Para unos va demasiado lejos. Para otros sabe a poco. Pero esta Constitución no admite marcha atrás en el camino hacia la verdadera integración política. Que no acaba con los logros del texto firmado ayer, como la asunción de una personalidad jurídica, la creación de una presidencia permanente y no rotatoria, con un ministro de Exteriores, y el mayor peso del Parlamento, que acaba de demostrar, por cierto, su capacidad de influencia.

Queda ahora la ratificación, que en algunos países no será fácil. Pero supondría un gravísimo error frenar un proceso iniciado en aquel 1957 que, con sus virtudes y defectos, nos ha hecho más democráticos y más fuertes.