La incorporación al convenio de Schengen de nueve países --todos los que ingresaron en la Unión Europea el 1 de mayo del 2004 con la excepción de Chipre-- elimina los controles fronterizos terrestres y marítimos en un espacio habitado por 400 millones de habitantes y compartido por 24 estados, algo que, con ser importante, no es más que el aspecto más llamativo del evento. Existen otros datos resultan más relevantes aunque menos espectaculares, como es el reforzamiento de la cohesión política de la Unión en materia de seguridad, el desplazamiento de personas y los flujos migratorios. Se trata de atribuciones clásicas de los estados cuya cesión refuerza la idea de la Europa política.

Pero hay otros dos efectos prácticos dignos de tenerse en cuenta. El primero es la idea de que el control de las fronteras exteriores de la UE debe ser una responsabilidad compartida por todos los estados que pertenecen ´al club´. El segundo es la necesidad de que las políticas y los parámetros de seguridad sean iguales en todas partes. Ambos efectos se complementan y hacen realidad el principio de las cooperaciones reforzadas, iniciativas llevadas a la práctica por un número variable de socios de la UE al margen del marco normativo general de los Veintisiete.

En este caso, además, debe subrayarse el hecho de que, salvo la República de Malta, los nuevos afiliados al convenio de Schengen formaron parte del bloque del Este y de la estrategia de seguridad de la desaparecida Unión Soviética. Son países que ingresaron en la UE por una cuestión de polaridad geopolítica --para marcar distancias con Rusia, el gigante cuyo influjo había determinado dolorosamente su historia desde el Tratado de Yalta, que les colocó en la órbita de la URSS--, pero sobre todo por motivos tan prácticos como el de tratar de rescatar sus economías de la postración y el atraso, pero que adquieren un compromiso político relevante porque deberán medir la eficacia de su seguridad con la de algunos de los países más solventes en este campo, veteranos de la construcción europea.

En la era del terrorismo global y de la tragedia de los flujos migratorios manipulados por mafias que trafican con seres humanos, el convenio de Schengen parece el instrumento más adecuado para hacer frente a estos desafíos. Frente a retos que desbordan el concepto tradicional de la soberanía de los estados, incluida la dedicación de las policías a analizar enormes cantidades de información, solo la cooperación puede dar resultados. Y, en este sentido, resulta cada día menos razonable la ausencia del convenio del Reino Unido y de Irlanda, que se están mostrando como celosos defensores de una idea trasnochada de soberanía que no hace más que ocultar su desconfianza en el desarrollo de la Europa política y su propensión a atenerse en este campo al dictado y mayor conveniencia de los Estados Unidos.