El suicidio del ciudadano francés Rémy Salvat, que se había dirigido al presidente Nicolas Sarkozy para reclamarle el derecho a morir dignamente, ha vuelto a reabrir, tal y como él mismo deseaba, el debate sobre la eutanasia y el suicidio. Un debate que también se generó en España de manera intensísima con el caso de Ramón Sampedro (fue un marino y escritor español. Tetrapléjico desde los 25 años, que desarrolló una intensa actividad de petición judicial para poder morir y que, dado que su estado le impedía hacerlo personalmente, la persona o personas que le auxiliasen no incurriesen en delito).

Por encima de la discusión moral, que hace que llevemos más de un siglo discutiendo sobre el umbral donde empiezan las dos fronteras de la vida --la del nacer (con el aborto) y la del morir (con la eutanasia)--, lo que importa abordar desde las instituciones políticas y los foros de opinión es cuáles son los caminos que se abren al legislador para regular la eutanasia, desligarla del concepto de suicidio e impedir toda forma de ensañamiento terapéutico.

Porque lo que verdaderamente importa es dejar a salvo la dignidad del enfermo terminal o de quien, no siéndolo, como Rémy Salvat, afrontan la vida cotidiana en unas condiciones físicas y psicológicas que les resultan insoportables. Y es preciso implicar a las instituciones en el debate porque, aunque decidir el final de la vida es algo que atañe a la autonomía del individuo, tiene repercusiones que interesan a la moral colectiva. El derecho a decidir a menudo choca frontalmente con los derechos sociales que comportan el hecho de vivir dentro de un colectivo y en unas sociedades adelantadas, donde todos nos hacemos responsables de todo el mundo.

Por esta misma razón, la interrupción voluntaria de la propia vida no puede quedar solo en manos de cada cual, aunque al final es la opinión del interesado, en pleno uso de sus facultades y debidamente informado, la que más peso debe tener.

Rémy Salvat, más que reclamar una eutanasia, entendida como una interrupción voluntaria de la vida, llevaba 17 de sus 23 años de vida constatando, a causa de una enfermedad degenerativa, que su vida había perdido la dignidad básica y necesaria de aquello que todos denominamos vivir. El no buscaba en la sociedad una mano homicida, que es lo que puede indagar ahora un juez en el campo estrictamente penal, sino una mano amiga.

En algunos países que han abordado el asunto con rigor y sin sectarismos ideológicos, esa mano amiga ha tomado la forma de comisiones interdisciplinares que analizan el caso y evitan que la decisión final de autorizar la muerte dulce sea individual: de un médico, de un familiar, de un juez. Se socializa así un acto que inevitablemente repercute en la comunidad, aunque afecta a un individuo. Quizá este es el camino a seguir.