La tontería humana es infinita. Los tontos son multitud, y además, organizados. La tontería alcanza la categoría de pandemia. Por ejemplo, no hay tonto que no quiera dejar constancia de sus andanzas. Hemos pasado de dejar nuestro nombre en la puerta de los servicios, como hacían lo los romanos que escribían nomina stultorum ubique sunt, a llevar nuestro propio muro de facebook incorporado. Por suerte, ya no necesitamos cargarnos un monumento grabando en él: yo estuve aquí. Nos hacemos la foto y la subimos directamente. Ahí están los que no miran al Partenón, sino que se hacen una foto delante de él, como si estuvieran en la boda de su prima en Carrascalejo de abajo, qué más dan los peñascos tan antiguos que tenemos atrás, si lo importante es que es en Instagram me vean. O mejor nos hacemos un selfie. En estos diez años si un escritor hubiera inventado una sociedad tan enferma de sí misma, hubiéramos creído que estaba escribiendo otra distopía. Lo importante no es la foto, sino yo en la foto Y lo de los palos de selfie ya es el rizo más rizado todavía. El otro día en el Museo de Mérida, los vigilantes ya no se preocupaban de los flashes, sino de que los adolescentes no se llevaran por delante alguna estatua, y no solo los quinceañeros, sino adultos hechos y derechos pertrechados como Dora la exploradora a la conquista del mundo por descubrir. Yo en el museo romano, escribirán. Pues ya te podrías quedar aquí, porque tienes la misma cabeza que las estatuas que se exponen, o sea, ninguna. Y eres igual de antiguo, a ver si te crees que el exhibicionismo lo inventaste ahora. Qué poquita gente normal vamos quedando.