La ruptura del sistema político español con la irrupción de Podemos, que fue consecuencia lógica del 15-M y de la incapacidad de los partidos clásicos para diagnosticar su génesis, es el síntoma más destacado de algo más profundo: la necesidad de una parte importante de la sociedad española de que ‘suceda algo’. Por encima de la vieja dicotomía entre izquierda y derecha, incluso por encima de la nueva división entre ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’, creo que el eje que mejor define la política contemporánea en nuestro país es el que separa a los que ‘no quieren que suceda nada’ y aquellos que ‘quieren que suceda algo’.

Es verdad que las tres categorías se superponen con facilidad, porque normalmente son las gentes de izquierdas quienes desean que pase algo, y también suelen coincidir con los de abajo. La cuestión es que la política española emprendió hace décadas una evolución tan profundamente tediosa y desesperante que la prioridad ahora, ya, para mucha gente es, simplemente, que algo cambie.

La aparición y ascenso de Podemos, y el hecho de que su presencia tampoco esté modificando nada sustancial, hacen ese tedio y esa desesperación crecientemente insoportables y más perentoria la necesidad de que algo excepcional ocurra en medio de tanta rutina y mediocridad.

Si los dos últimos procesos electorales —20-D de 2015 y 26-J de 2016— dejaron clara la división del país entre los dos clásicos bloques conservador y progresista, el gobierno del PP gracias a la abstención del PSOE está teniendo un efecto multiplicador, aunque todavía silencioso, de la energía de cambio.

La concienciación por una gran parte de la ciudadanía de que el golpe de mano en el PSOE fue el procedimiento in extremis de las élites para que pudiera gobernar Rajoy, ha consolidado la idea de que cuanto mayor es el deseo de la mitad de España por introducir cambios visibles en la convivencia política, mayor es el rechazo de la otra mitad a que se produzcan.

Esto, que con un régimen totalitario tendría una solución sencilla, se convierte en un grave problema para las élites de una democracia. Porque cuando la ciudadanía busca lo excepcional, aun sin saber exactamente qué es eso excepcional que busca, la rutina a la que necesariamente se atan las élites resulta cada vez más irritante y la gente tiene herramientas para alterarla.

Detrás del rechazo que produce Susana Díaz en la inmensa mayoría de la ciudadanía progresista se encuentra la búsqueda de lo excepcional y la huida de la mediocridad. Del mismo modo, el castigo a la continuidad de los errores estratégicos de Podemos es un castigo a la rutina que parece haber emprendido ya un partido tan nuevo y tan promisorio de aventuras. Métanselo en la cabeza: la España progresista clama por puñetazos encima de la mesa, por liderazgos audaces, por discursos incorrectos, por golpes de timón, por personas brillantes aunque no las conozcan de nada, por ideas que no huelan a naftalina y por errores que al menos no sean los errores de siempre.

Cualquier victoria social basada en la continuidad de viejas inercias será una victoria pírrica y de muy corto recorrido. Y la maldición de quienes quieren congelar a España en la noche de los tiempos es que para llevar a cabo tal hazaña lo van a tener que intentar empleando métodos que apestan, aunque los enmascaren con los mejores perfumes.

El fracaso del sistema político español de la Transición, para desgracia de sus constructores, ha sido también el fracaso de sus ideas y de sus métodos. Y como ya no quedan trincheras de confianza ni en los partidos ni en las ideas ni en los procedimientos, la ciudadanía fija su atención en la última trinchera: las personas.

Las urnas seguirán insistiendo en que quieren otras personas. Otras personas que no hayan colaborado con el sistema ni por activa ni por pasiva. Personas dignas de confianza por los hechos y no por su filiación política. Personas honestas y vocacionalmente políticas. Personas inteligentes. Valientes. Personas, en fin, que sean capaces de que ‘suceda algo’.

Y ya se podrán emperrar en lo contrario los caciques y los hijos de los caciques, los arribistas y los traidores a las ideas, los conservadores disfrazados de progresistas y los que quieren seguir viviendo del cuento de la política por el resto de su vida. Ya se podrán emperrar todo lo que quieran en cerrar el paso a lo excepcional, que la gente seguirá metiendo en las urnas gritos en forma de papel para que la excepción acabe siendo la norma.