Autor teatral

Escribo este martes de mierda, oliendo a gris y de color de alcantarillas. Hoy, privo de inmunidad a la mañana y, ni loco, dedicarle mariconadas líricas para maquillar a una niebla gris que no tiene colores. Es martes y trece. Un martes y trece que aparenta yu-yu, como un horóscopo insensato, que cada día leo por un si acaso, pero esperanzado de que el jodido signo me vapulee la suerte o la salud; si acaso el amor. Chorradas. Me sudan los martes y trece --mi libra, descompensada de balanza, también-- si no fuera porque éste de enero ha llegado con toda su venganza: gafe, cabrón, certero... ladrón. Hace años que estampo Mi sitio en el Periódico; hace columnas que me paso o no llego. Que dije digo, donde ahora digo diego... que me voy, para nunca irme; que me enfrasco en retahílas que no me aportan nada: desde recibir propuestas de tontos para escribirles de su singnificante ombligo --no darían de sí ni un título--, a despreciar a otros, que me hubieran dado la satisfacción de un buen tema para plasmarlo en esta página. De adular --también ningunear--, a gilipollas confesos, que bien podrían ponerles denominación de origen y nosotros exportarlos; a hacerme eco de una noticia para endilgarles a ustedes, aunque mi conciencia se sonroje ante una osadía tan mamarracha. Cacarear es todo. Escribir, al fin, es eso: pintar como puertas lo que sólo es una puerta. Pero mientras salen las grietas, disparar al límite las pinturas de guerra: azúcares, colesteroles, tensiones y triglicéridos en lo alto de lo más ego, por una puta metáfora, o la imagen más vistosa. Tan sonoras como vacías. Y hablar, escribir de los divino y lo humano, de corajes tan viciados como honestos; de temas endiablados y pueriles, de astutos y virginales... de falsos y engañosos. De todo hay que hablar, discernir, reflexionar, con tanta frivolidad como las renqueantes meninges aguanten, para ser y estar; para la pose de existir. Hasta que te llega un mazazo, o un martes y trece y te abre los ojos, porque previa y definitivamente se los ha cerrado a una persona que te apuntaló la vida. Y a la mierda todo, menos la desesperación de tu vacío. Sólo la voz resucitada de Dulce Chacón podría redimir el recuerdo que quiero guardar: mujer de andar sin paso, de gritos mudos, de existencia para refugiarnos. Quizá, por tan reciente, el jodido martes y trece no haya sido tan perverso y tan frío y haya cerrado página: posiblemente, ella se fue antes, mucho antes, cuando una alucinación de vértigo la hizo desentenderse de todo y de todos. Revivió un mundo pasado y nos dio nombres que no nos pertenecían. Se hizo libre callejeando un trocito de acera, desbocando andares apresurados, ansiosa de llegar a ninguna parte. Se olvidó de llamarnos, aunque en ráfagas de lucidez nos mostraba una mano con grietas de querer. Luego, se fue durmiendo, tronchando cuerpo y alma. Cerró gesto y palabra a cal y canto. Al final, un tallo menudo que no necesitaba lluvia, porque ya no tenía tierra. Pido excusas y no sé por qué. Hoy me toca escribir desde el dolor de una despedida. Hoy hablo de mí. Digamos que mi egoísmo tiene nombre: se llamaba y se llama Ana. Que es mi tía. Que los médicos, tan redichos, pusieron un nombre a su última libertad: alzheimer. Descansa en paz... y ustedes me excusen, pero hoy sólo yo.