TPtocos sabían lo que era un cayuco. Ya lo sabemos todos. La avalancha de extranjeros indocumentados que arriban sin cesar a las playas de Canarias a bordo de esas embarcaciones nos lo ha enseñado. Llegan hacinados a decenas, con hambre y frío, sin fuerzas, pero conservando aún una brizna del magnífico impulso vital que les empujó a huir de la miseria. Para la mayor parte, su esfuerzo no habrá servido de nada y el fracaso coronará su empresa, pero el coraje que exige haberlo intentado impone un hondo respeto.

Más allá de las políticas concretas --complejas y costosas-- que esta realidad exige, la magnitud del fenómeno obliga a una reflexión de fondo que ha de partir de la constatación del desmesurado crecimiento de la población mundial, que de 1750 hasta hoy se ha multiplicado por 8,4. Y, en las décadas recientes, las tasas de crecimiento de las regiones más pobres --en especial de Africa-- han aumentado aún más. Esto provoca una poderosa emigración de las zonas pobres a las ricas. De lo que resulta --como ha escrito Gabriel Tortella-- que "el espectro de la superpoblación, no el del comunismo, es lo que recorre el mundo en el presente siglo y las profecías de Marx quedan hoy pálidas ante las de Malthus, el otro gran científico social que tampoco se arredró ante las predicciones".

Se trata de un problema capital, que amplía la desigualdad y amenaza la integridad del planeta: la emigración puede ser un paliativo, pero no la solución. El crecimiento demográfico desbocado impide formar capital humano en los países del tercer mundo, que solo pueden dar trabajo bruto, cuya demanda no aumenta en un primer mundo cada vez más tecnificado. Esta es la ecuación por resolver.

*Notario