Mi infancia son recuerdos del aprendizaje de las primeras letras, momento mágico entre todos por lo que tiene de misterio y de ciencia connatural. La memoria desdibuja a quien fuera dómine de tan difícil tarea y me trae apenas hilvanado el vago recuerdo de un patio trasero en una escuela de párvulos, donde una cáfila de niños recitábamos de corrido el abecedario con un tono de cancioncilla aprendida, sin saber aún que la combinación de aquellos signos que comenzábamos a pergeñar en cuadernos de caligrafía daría por resultado, andando el tiempo, el descubrimiento de una de las invenciones más preciadas que el ser humano pueda agradecer a su propio ingenio: la lectura.

XPROFESE ELx noviciado en este nuevo goce a través de hojas sueltas de tebeos desechadas para la basura y abandonadas en un rincón de aquella escuela inicial. A los vistosos colorines de dibujos e imágenes diminutas se unían palabras que hacían de la historieta una puerta hacia la imaginación y la fantasía en un tiempo en el que no se editaba --porque no se vendía-- literatura infantil y en el que como mucho el relato para niños era patrimonio oral de fogones y almohadas. Aquellos comics (entonces los llamábamos cuentos) me llevaron a los primeros libros. Fue en unas navidades cuando recibí quizás el mejor regalo de mi vida: el Libro de los Viajes de Marco Polo , en una adaptación de Alfonso Moreno para la colección Nuevo Auriga de la Editorial AFHA Internacional. De la letra de Micer Rusticiano de Pisa, compañero de celda del comerciante veneciano y relator de sus viajes, recorrí la Europa Oriental de la segunda mitad del siglo XIII y atravesé Asia por el desierto de Gobi hasta llegar a la lejana Cipango, maravillado ante la omnipotencia del Gran Khan y los múltiples usos del carbón de Catay, la historia del Viejo de la Montaña y sus alucinados asesinos fumadores de hachís, el reino Malabar de La India con sus crueles enterramientos, la vida de Buda, la batalla con los piratas turcos y tantas otras narraciones sobre sucesos, costumbres, leyendas y ritos, compañeras todas ellas de unas inolvidables vacaciones en las que televisión y juguetes pasaron definitivamente a quedar relegados a un segundo lugar. Ahora nuestro hijo mayor se llama Marco , como mi primer libro.

Con el paso de los días y de los años la lectura, los libros, se fueron convirtiendo en compañeros inseparables de la vida. De la biblioteca familiar, escueta, adusta, semicompleta en autores españoles de finales del siglo XIX y principios del XX, pasé a conocer el maravilloso mundo de la Biblioteca Pública, descubierto por azar una mañana en que extraviado con la bici fui a dar a sus puertas. A partir de aquel momento, recuerdo, las incursiones en aquel universo donde los libros lo ocupaban todo y se esquinaban como formando calles de una utópica babel de anaqueles y volúmenes fueron muy frecuentes. Después serían otras bibliotecas las que abrirían sus puertas a la curiosidad y al estudio. Del placer de recorrer con la vista y con el tacto el lomo de los libros de dominio público uno pasa --haya o no haya crisis-- a gastar horas y dinero en las buenas librerías, esquilmando reseñas en sobrecubiertas y solapas. No hay ciudad para el viajero de los libros que no sea reconocible por sus bibliotecas o por sus librerías.

En un mundo ensordecido por ruidos atronadores y cosas que chillan, en el que la imagen televisada o proyectada invita a manifestar en todo momento y de un modo gregario la necedad y la chabacanería sin desvergüenza alguna, los libros aguardan en los estantes, humildes y en silencio, a que alguien los saque a pasear al campo, se siente bajo una encina en una mañana soleada de luz primaveral y abra la primera página como quien abre los ojos por primera vez a la vida. Si la lectura merece nuestro aplauso, al llegar al final habremos atravesado valles, ríos, montañas, en un viaje que va más allá de la dimensión del tiempo o del espacio, suspendido mientras se lee entre las líneas que acompasan nuestra respiración y que nos alejan por senderos que se bifurcan de cataclismos y otras preocupaciones cotidianas.

Leer, hoy por hoy, es signo de claridad sin hacer virtud y resguardo ante la necedad, sin que ello nos pueda salvar de tener que aguantar a algún que otro necio que también gusta de leer. A pesar del cacareado triunfo de la tecnología informática y la realidad virtual, fábrica de autómatas embobados frente al espejito mágico que todo lo ve y falsa panacea de los malísimos males que aquejan a este mundo, los libros continuarán desfaciendo entuertos por las encrucijadas de la historia, en fiera y desigual batalla contra gigantes que parecen molinos de viento, siempre en compañía de fieles escuderos que sueñan con, cierto día, ganar de la mano de su señor el gobierno, por un quítame allá esas pajas, de alguna que otra ínsula lejana.