Se dice con frecuencia que tenemos la generación de españoles mejor preparada de la historia. No deberíamos reducir este aserto a los estudiantes de carrera: aquí todos entendemos de todo. Donde hay un español hay un juez, un entrenador de fútbol o un presidente del Gobierno. Y así las cosas, podemos refutar una sentencia judicial sin conocer sus términos, desbaratar la alineación de los elegidos por el entrenador para el Mundial de Fútbol o describir en una breve parrafada qué soluciones sencillas deberíamos aplicar para mitigar los complejos problemas políticos de este país.

La tendencia social nos obliga a creer que la gente, como el cliente, siempre tiene la razón... aunque sus opiniones sean dispares.

Los profesionales deben asumir con resignación que siempre habrá millones de personas no cualificados dispuestos a mejorar su trabajo. Díganselo a Julen Lopetegui, al juez disidente del caso La Manada o al presidente del Gobierno de turno, sea el que sea.

En línea con estas reflexiones, el Premio Nobel de Literatura Thomas Mann afirmó que un escritor es aquella persona a la que le cuesta escribir más que a los demás. Cierto. A nadie le costará más hacer la alineación que al entrenador, ni nadie tendrá más problemas para argumentar su voto en un caso como al juez disidente antes citado, que tuvo que redactar casi cuatrocientas páginas que los exaltados que le critican o insultan no han tenido la decencia de leer.

El caso del chalé de Pablo Iglesias e Irene Montero escenifica lo difícil que es compaginar el verbo oportunista e indocumentado del sabelotodo con la exigencia de la verdadera profesionalidad. Iglesias saltó al ruedo de la política como uno de esos «expertos en todo», por si fuera poco autoelegido, como gurú de la ética. Su nuevo casoplón en Galapagar quedará como la imagen de lo fácil que es abanderar un discurso y lo difícil que es llevarlo a la práctica.