Las cifras adelantadas del padrón correspondiente al 2007 confirman que la heterogeneidad de la población española es una característica irreversible de nuestra demografía, que condiciona todas las políticas sociales y obliga a perseverar en los mecanismos que garantizan la diversidad sin dañar la cohesión social. Que el 11,3% (5,2 millones) de los más de 46 millones de personas que cobija España sean extranjeros implica aceptar que es preciso llevar a la práctica políticas que habitúen a la población autóctona a convivir en un ambiente de pluralismo cultural --costumbres, religión, idiomas-- inconcebible hace 10 años. Y este esfuerzo debe ser especialmente intenso y constante en las comunidades autónomas con mayor población inmigrante, como Catalunya, Madrid o Andalucía o Valencia.

Tanto o más reveladores que las cifras mismas son dos datos que reflejan los efectos que sobre los movimientos migratorios intraeuropeos ha tenido la ampliación de la UE en dirección este. La comunidad rumana ya es el primer colectivo extranjero, por encima del marroquí, con un incremento del 38,3%, y la búlgara ha crecido el 25,9%, traducción del efecto llamada que las economías occidentales tienen sobre las poblaciones azotadas por los reajustes estructurales de los países recién llegados a la Europa unida y que en regiones como Extremadura ha tenido consecuencias sociales adversas, puesto que han hecho que vuelvan los campamentos a las afueras de la localidades, las condiciones de vida insalubres, la inseguridad ciudadana como consecuencia de la dificultad para asimilar la irrupción de centenares de personas en núcleos poblaciones pequeños y sin dotación mínima de servicios. Se trata de un hecho que, no por esperado, puede darse por descontado, visto que los problemas de encaje de la inmigración procedente de la Europa oriental tienen en muchos casos una intensidad parecida a los de la inmigración no europea.

Los novedosos propósitos del Gobierno de establecer una serie de cautelas para contener las reagrupaciones familiares y al mismo tiempo favorecer el retorno de los inmigrantes en paro mediante la posibilidad de percibir de golpe o en dos pagos la totalidad del subsidio es improbable que introduzcan efectos correctores significativos. Cuando la cifra de extranjeros inscritos en el padrón crece, como en el 2007, por encima de las 700.000 personas, no hay demógrafo que no concluya que la voluntad de permanencia es más fuerte que el deseo de regresar a casa. Si, como es el caso, el clima de crisis económica --incluida la alimentaria-- está lejos de haberse disipado, la voluntad de arraigar en un entorno próspero es aún más fuerte. Porque no puede olvidarse que los efectos de la crisis, por duros que sean en las economías desarrolladas, lo son mucho más en las depauperadas y que la mayoría de inmigrantes aun considerarán que una situación de crisis en España siempre permitirá más oportunidades que una de bonanza a la medida de sus países de procedencia.