Escritor

En estos días es contraproducente sacar al niño a la calle, que te lo soban los políticos y llega a casa hecho unos zorros, con los carrillos babeantes de besos rojos y azules y las orejas calientes de escuchar promesas e insultos. Hasta es posible que el pobre chiquillo atrape un mal virus y te llene la casa de ideales, que no de ideas, que ésas huyen espantadas del fragor de los mítines, las muy sutiles.

Yo también dejé hace tiempo de asistir a los mítines y busco el amparo de discursos más alimenticios y sustanciosos. Por eso me metí la noche del viernes a escuchar la presentación del libro Un extraño en mi escuela, del filólogo y poeta de Higuera de la Serena Benito Estrella, ese cofre con bigote donde los dioses guardan el poco sentido común que va quedando sobre la Tierra. Allí se habló de muchas cosas y todas referentes a la educación de nuestros hijos, pues es de eso de lo que trata el libro. Pero lo más sorprendente fue el tono pesimista de su discurso, la visión descarnada que fue desgranando sobre la escasa concurrencia.

Hizo Benito Estrella una reflexión más que interesante sobre lo que va de la palabra alumno, que es ese pedazo de carne matriculada que coloca el culo frente a la pizarra mientras su cabeza vuela por vaya a saber usted dónde; a la palabra estudiante, que lleva implícita la realización de un esfuerzo por aprender, y más que un simple título expedido por una entidad burocrática es una disposición ante la vida, que conlleva la aceptación de muchas ideas que hoy ya parecen obsoletas y hasta pudor da hablar de ellas en público, como es el reconocer las jerarquías intelectuales, el fracaso de los falsos progresismos y la intromisión de excesivos agentes extraños en el mundo de la educación. Cada vez son más son los alumnos y menos los estudiantes.

Sea como fuere, lo cierto es que los padres nos vemos incompetentes para educar a unos niños con sobreexceso de información, niños que con diez años hablan de la capacidad de memoria de un disco duro cuando todavía no saben atarse los zapatos, eso por un lado; por otro, los maestros sienten que más que un colectivo han acabado convirtiéndose en un arma electoral, que les cambian los planes de estudio sin tener en cuenta su criterio, cada vez con resultados más patéticos, obligados a enfrentarse diariamente a unos niños con un umbral de atención hiperatrofiado por tanto ordenador violento y tanto anuncio televisivo estúpido. Enseñar es tarea de profesionales, educar de héroes. Y hemos abandonado esa misión a unos desalmados que, con tal de vendernos un coche a plazos, arrojan por tierra valores que costó siglos alcanzar.

Sería muy largo contar todo lo que allí se dijo, pero el que sienta interés por saber por dónde van los tiros de la educación, que recurra al libro y saldrá ganando.