Presidente de la Junta de Extremadura

Recuerdo aquellos años de finales de los 70 con cariño y orgullo, por haber contribuido, aunque haya sido de forma modesta, a la puesta en marcha de dos herramientas tan trascendentes para el devenir histórico de España y Extremadura, como han sido la Constitución y el Estatuto de Autonomía.

En lo político recuerdo que fueron unos momentos de gran intensidad y de una gran amplitud de miras, en las que todos los grupos políticos supieron renunciar a parte de sus aspiraciones máximas, en aras de conseguir el consenso y un acuerdo que fuera aceptable y aceptado por todos los españoles.

Fueron años en los que, con mi corta experiencia política, me correspondió el honor de participar en aquellas cortes míticas en las que se sentaban declarados franquistas superficialmente arrepentidos con figuras legendarias como Pasionaria, Carrillo o Alberti.

Era la época de las pensiones, de los hoteles malos, de los primeros compañeros de escaño, de llevarse la comida de casa, de los largos viajes por horribles carreteras para ir y venir de un Madrid en el que no se agotaban las responsabilidades, pues luego, como diputado por Badajoz, me correspondía recorrerme la provincia para conectar con los militantes y los ciudadanos. La labor de difusión previa al referéndum nos permitió a muchos convertirnos por unas semanas en profesores aficionados de derecho constitucional, explicando por los pueblos la importancia de la cita con la urnas.

Aquella era una Extremadura resignada a su suerte, en la que prácticamente se nacía con la maleta bajo el brazo para emigrar, en la que las infraestructuras básicas apenas existían, no había agua corriente en muchísimos pueblos, apenas había industrias y la agricultura era obsoleta y anticuada, incapaz de hacer frente a los retos de futuro que se intuían. Esa era la Extremadura real, la de la gente de la calle, la de los jornaleros, la de los emigrantes; y no la de las clases pudientes y acomodadas, con la vista y el dinero puestos en Madrid, y las fincas, cortijos y cotos en Extremadura.

Creo que gracias a estos años de democracia, Extremadura vive hoy un momento de pujanza y libertad impensable sólo hace un par de décadas. Estamos en un momento único e inédito de nuestra historia en el que, gracias a la Constitución y al sistema de libertades que consagra, los extremeños hemos podido tomar la palabra y decidir por nosotros mismos, dando un salto cualitativo muy importante en nuestra propia estima y orgullo.

Nos hemos dotado de instituciones y organismos que emanan de nuestra propia voluntad expresada a través de las urnas, hemos potenciado nuestros valores culturales e identitarios y, desde el conocimiento que permite la cercanía entre la administración y el ciudadano, hemos progresado en un modelo de desarrollo propio que apuesta por la solidaridad entre los extremeños y por la vertebración armónica de nuestro territorio. Una solidaridad y armonía que han contribuido a erradicar, poco a poco, los localismos trasnochados que empobrecían nuestro futuro. En esto, quizá, radican nuestros mayores logros.

Durante este tiempo, hay cuestiones en las que no hemos avanzado todo lo que habríamos podido. Tengo que referirme a la poca valoración que todavía existe de lo propio, de lo nuestro, de aquellos que nosotros hacemos. Todavía se dan muchos casos en los que somos más apreciados fuera de nuestra comunidad que dentro de ella. Es algo que nos pasa con artistas, industriales, emprendedores, deportistas, literatos y, por qué no decirlo, políticos.

Cualquier cosa que nos llega de fuera nos sigue pareciendo, en demasiadas ocasiones, mejor que lo nuestro. Y eso, que a veces puede responder a una realidad objetiva, en muchas otras no es más que resultado de un papanatismo mal entendido.

Aun así, haciendo balance general, creo que éste es más que positivo y que nadie de nosotros habría apostado, hace 25 años, por haber llegado ni tan siquiera a una décima parte de lo que entre todos hemos conseguido.