WDwesde anoche y hasta el próximo martes, nadie podrá entender a los extremeños si no entiende el Carnaval. Y no es porque todos los ciudadanos de esta región sean partidarios de ponerse un disfraz y echarse a las calles, sino porque esta fiesta, guste o no, casa bien con el alma de los extremeños y ha prendido con tanta fuerza aquí como en muy pocos sitios de España. Ser carnavalero es, en estos días previos a la Cuaresma, una manera de ser: despreocupada, mordaz, grotesca... El Carnaval se ha convertido en un desahogo civilizado y alegre que no deja títere con cabeza y al cual, inteligentemente, los políticos se han ido resignando con una media sonrisa, a pesar de que son uno de los títeres preferidos por los letristas de las letrillas.

El Carnaval extremeño es, además, diverso: porque no son lo mismo las máscaras de Badajoz, Cáceres, Navalmoral, Mérida, Plasencia o Almendralejo, que los jurramachos de Montánchez, los antruejos y las carantoñas de tantas localidades del norte extremeño o el Pero-Palo, de Villanueva de la Vera. El Carnaval es riqueza. Riqueza para la industria turística; riqueza antropológica y riqueza también porque es convivencia y diversión. Una fiesta que hay que disfrutar, pero también cuidar.