Escritor

Algunas veces, la vida se empeña en sorprendernos. Esa es su gracia, sin duda. Nada, por ejemplo, hacía presagiar que tuviera que viajar deprisa y corriendo a Suiza, a Lucerna en concreto, para hablar de la nueva cultura extremeña a los emigrantes que allí viven y, sin embargo, en esas me vi el fin de semana pasado. Había tenido otros encuentros con emigrantes de Extremadura pero de los de dentro, en Madrid y en Barcelona. Nunca, ya digo, con los que se fueron a Europa (cuando nosotros aún no lo éramos). Me lo decía Calixto Sánchez, presidente de la Asociación de Emigrantes Extremeños en aquella hermosa ciudad helvética: no es comparable la situación de unos y de otros. Y lo decía con pena, pero también con rabia. Le hemos visto defendiéndose en alemán y en italiano (su mujer es de los Abruzzos), nos ha contado, mientras recorríamos las laberínticas calles de Zürich y las abigarradas autopistas y carreteras que la comunican con Meggen (donde nos hospedamos) y Lucerna, lo duro que ha sido sobrevivir en esas tierras frías en todos los sentidos. No ocultaba al contarlo su orgullo de superviviente. Pero más que la dura vida de allí, marcada a fuego por la inexorable ley del trabajo, se quejaba del abandono que habían sentido, de la triste soledad de la distancia. Por eso les extrañaba tanto que alguien se hubiera desplazado desde tan lejos para estar unas horas con ellos y hablarles, ahí es nada, de la nueva cultura de Extremadura. No sé si se creyeron lo que les conté.

Quiero decir que, a pesar de sujetarme a datos comprobables y evidentes, el panorama que uno describía era a buen seguro irreconocible para ellos: su Extremadura sigue siendo la misma que dejaron, por más que regresen a ella varias veces al año. La que les obligó a emigrar.

Calixto relataba casos concretos: los de aquéllos que vuelven pero no se acostumbran y, al cabo, regresan. O quienes vienen a pasar temporadas. Las costumbres, los hijos, los nietos...

El pasado sábado nos reuníamos casi doscientas personas en un salón parroquial de Lucerna para celebrar una mal llamada "matanza extremeña" pues que en realidad era un sabroso cocido (preparado por ellos), con sus migas, eso sí, y con su prueba de cerdo (además de los productos y embutidos que acompañan a ese plato típico).

Antes de empezar (y a costa de retrasar la cena hasta una hora impensable en Centroeuropa: las ocho) echamos los discursos. Faltó uno, el del consejero laboral de la embajada de España en Berna, Angel Sánchez Pascual, que tuvo que volar inesperadamente a España por razones familiares.

Como pudimos comprobar, el poeta moralo, ganador del premio Adonais, es una persona muy apreciada por la comunidad española en Suiza.

La mayor parte de los que estaban reunidos eran, como es obvio, españoles. Los menos, extremeños; ahora bien, son éstos quienes forman la junta directiva de una asociación que aun denominándose "extremeña" agrupa a personas de todas las regiones del país.

Esto, lejos de ser anecdótico, demuestra que a diferencia de lo que suele ser norma en otras comunidades de emigrantes, cerrados en torno a sus lenguas respectivas, si las tienen, y a sus respectivas costumbres, los nuestros son gente abierta que representan a la perfección el espíritu franco y sociable que nos caracteriza, ajeno por fortuna a cerrados y empobrecedores regionalismos.

No hace falta decir que la experiencia fue magnífica. La ciudad, el lago y el insólito paisaje circundante atraparon, qué duda cabe, a los viajeros, pero lo que ahora se recuerda es el cariño con que fueron tratados y lo que las vidas de otros aportaron a las suyas, enriquecidas por el feliz encuentro.