Ttentro de lo que antes se llamó canción española y ahora se llama copla, el público ha reconocido dos voces distintas, que a veces no se avenían del todo. Dos caminos que, por supuesto, nada tienen que ver con el estilo propiamente tal. Sin irnos muy atrás, Manolo Caracol, Juanito Valderrama o Antonio Molina tenían un algo marcadamente popular, con sabor de puro hontanar y trigo. Pueblo, pueblo. Voz que sonaba a tierra y a clase obrera. De otro lado estaba lo refinado de Conchita Piquer o aun de Juanita Reina, a la que el falsete se le hacía desgarro. Voz con retintín señoril, o voz con la que pueden deleitarse las señoras de la mejor burguesía. A los primeros los hereda Manolo Escobar; a las segundas, Rocío Jurado o Pantoja. Son voces de brillo y lentejuela, voces más de salón que de noche.

En medio pudo estar Miguel de Molina, con su sortija de la que colgaban los carolos, sus monedas doradas. Falete, creo yo, viene a unir esas dos ramas del sabor de la voz coplera, y a hacer lo que otros no han podido o llanamente no se han atrevido: cantar en andrógino y poner en el agua de la voz popular el tilín redondo y brillador de la voz de arracada y tacón. No es la voz del castrado. Es aquella voz que tiene la fuerza del hombre y la delicadeza, el silbar y afinar de la mujer, propia de los cantantes que antes se llamaron en la lírica sopranistas. Voz de sol y de luna. Al mismo tiempo.

*Escritor