Me resulta sorprendente cuan fina tienen muchos la piel, cómo parte de la sociedad reacciona con dogmática seguridad y airado malestar porque se ha sentido herida con gestos de unos u otros. Y no me refiero a los políticos, que a menudo son los protagonistas, sino a nosotros, a cómo reaccionamos usted o yo, los que vemos indignadamente impasibles tantos espectáculos de corrupción, nepotismo y mafias.

Me sorprende, en cualquier caso, porque ese mismo respeto no es significativo cuando envuelve a colectivos sensibles o minoritarios. Ahí lo tomamos a la ligera, con frívola condescendencia o, en el peor de los casos, con desprecio.

Deficiente, minusválido, retardado, subnormal y una serie interminable de adjetivos que pasan a sustituir a la persona que hay detrás. Con un poco de suerte, puede que le llamen discapacitado. Con este lenguaje no sólo insultamos a todo un colectivo, sino que arrancamos de raíz su humanidad y les dibujamos como si fueran algo diferente a nosotros. Hacemos que la discapacidad defina a la persona. Y no lo hace. Para nada.

No es la primera vez que comparto esta reflexión, pero es necesario repetirlo. No deberíamos sustituirlos con adjetivos, ni buenos ni malos. Porque la discapacidad es sólo una característica más. Una de las miles que tiene cualquiera. Si usted es, digamos, rubio ¿acaso es sólo rubio y nada más? ¿Son, por ejemplo, iguales todas las personas con diabetes? ¿Nos referimos a todos ellos como un grupo unificado en su cotidianidad? ¿Le tratamos de forma diferente por serlo? No, claro que no.

Porque de lo que no se habla no existe y si las personas con discapacidad no son personas sino sólo discapacitados, borramos de un plumazo su condición humana. Y vamos alejándolos y arrinconándolos en la esquina de los necesitados, los pobrecitos, los otros, esos que no somos nosotros. Pues lo son: ríen, lloran, se enfadan y se emocionan, comen y se duchan, aman y se excitan, les gusta que les hablen como a cualquier otro y, a pesar de todos los obstáculos que les ponemos, quieren viajar, ir al cine, estudiar y trabajar. Y se superan, ante todo, se superan.

Hay quien dirá que no exageremos tanto, que son sólo palabras. Quizás olvidan que son las palabras las que construyen la realidad, las que definen y permiten la comunicación, las que crean el mundo que nos rodea, las que impulsan cambios y los señalan como necesarios. Pero, insistirán, en que no hagamos un mundo de esto. No es suficientemente importante. Para ellos, claro.