Después de los altercados del Reino Unido del 2011, cuando se saquearon comercios y servicios durante días, el gobierno de David Cameron lanzó un programa de intervención social que llamó Troubled families. En castellano no existe un término exacto equivalente. Serían familias con problemas, aunque troubled también es quien está inquieto, preocupado. Quizás el que estaba preocupado era, más que las familias, el gobierno conservador de Cameron. Las familias con problemas a las que se refería tienen un denominador común, son pobres, lo que las convierte además en problemáticas, porque la idea de Cameron y sus correligionarios es que las familias que tienen problemas, causan problemas como esos brotes de violencia social. Para los tories, ni la injusticia, ni la desigualdad, ni la frustración, ni la falta de horizontes son responsables del caos, sino las propias familias. Por su mala y desordenada cabeza atraen sobre sí la desgracia.

El lanzamiento del programa en el 2012 se acompañaba de un informe de su directora, Louise Casey, muy elocuente. Según su visión de los usuarios potenciales «muchas tienen ya familia y siguen teniendo hijos, a menudo con distintos padres, incluso aunque apenas logren mantener a los que ya tienen (…) Frecuentemente se ven a sí mismos como víctimas, por ejemplo de comportamientos antisociales, cuando a tenor de lo que dicen, son ellos los que provocan problemas serios en el barrio». De esa introducción que está disponible en la red y que no tiene desperdicio, se desprende una creencia extendida en todo el mundo durante estas décadas de neoliberalismo galopante: los pobres son pobres porque se lo buscan.

Cuando en el 2016, cinco años después, se han publicado los resultados de ese ambicioso programa, han sido muchas las críticas. Para la prensa es un plan fallido y para algunos expertos, como la profesora e investigadora de la Universidad de Leeds Tracy Shildrick, lo peor es que elude afrontar la verdadera cuestión: que en un país desarrollado como Reino Unido millones de personas viven en la pobreza a causa de empleos mal pagados, inestables y de un sistema social que no les ampara. No es que las familias sean problemáticas y por eso sean pobres, es justamente al revés, como son pobres, sus problemas se convierten en irresolubles.

Lo que me interesa desde mi posición de cineasta y observadora, es en qué medida el cine de directores como Ken Loach o los belgas Dardenne que retrata la realidad de los desfavorecidos en Europa y es premiado en el festival de Cannes, ayuda o perjudica a combatir ese cliché: que los pobres merecen lo que les pasa llámese desempleo, enfermedad mental, alcoholismo, absentismo escolar, delincuencia, toxicomanía, abusos, violencia, precariedad en la vivienda…

Hay muchos espectadores que huyen de ese género llamado cine social y espectadores que todavía lo aprecian, sin embargo, es innnegable que sigue teniendo utilidad y sentido, más allá de su valía artística. Lo corrobora sin proponérselo la profesora Shildrick en sus interesantes investigaciones sobre la pobreza. Ella señala algo fundamental: el paulatino desprestigio de la clase trabajadora en las últimas décadas y el creciente estigma moral de quien es pobre. Nuestro país no es ajeno a ello. Por eso, si algo hay que agradecerle al gran Ken Loach (además de que el sábado tuviera la deferencia de asistir a la gala de los premios Goya) es su infatigable reinvidicación de la clase obrera en un momento histórico en que nadie se enrogullece de pertenecer a ella y en la que todos sus valores resultan indeseables.

Más que su denuncia de una red de asistencia social voluntariamente laberíntica que funciona solo a medias o de un régimen económico desquiciado y cruel que genera dolor innecesario, son importantes el valor y el aura, si no de prestigio, al menos de humanidad, de los que Kean Loach dota a quienes trabajan para malvivir. En el sistema de valores neoliberal nadie presta atención a lo que antes llamábamos la clase trabajadora, si no es para reírse de ellos en realitys televisivos o para culpabilizarlos por su inadaptación al mundo de los emprendedores.

El cine de Loach nos acerca a una idea fundamental, pero completamente olvidada: que la gente prefiere vivir bien a vivir mal, pasar sus días contenta y tranquila a tener conflictos. Para eso sirven el cine y la literatura, para recordarnos que ni los problemas son sencillos, ni tampoco las soluciones, pero que detrás de cada expediente hay personas similares a nosotros y que quizá haya más de una manera de mirarlos. Ahí radica la fuerza de Loach.

*Escritora y guionista.