Dijo el señor Aznar que si hay guerra, él no derramará una lágrima por Sadam Husein. No ha de extrañar. Por su culpa pasa unas noches canutas, de voces lastimeras y sábanas voladoras, en las que se adivina la cara del líder iraquí.

Debe de ser por aquellas tres noches que pasó en la Moncloa en diciembre de 1974, invitado por el general Franco, cuando, a falta de países amigos en Europa, el régimen cultivaba la llamada tradicional-amistad-con-los-países-árabes. No era aún líder de los suyos. Era vicepresidente del Consejo Revolucionario de Irak, pero se le adivinaban ya las aficiones sanguinarias, pues cuando fue preguntado sobre qué regalos le complacería recibir, no fue una maqueta en oro de la Alhambra de Granada ni una rica edición en castellano de Los cuentos de las mil y una noches, sino armas. Según los entendidos, el señor Arias Navarro le regaló dos escopetas, algunos ministros le ofrendaron pistolas damasquinadas y del Alcázar de Toledo se llevó un pedrusco que, lanzado con una onda, puede ser un proyectil de efectos contundentes.

El viajero se volvió a Bagdad en carne mortal, pero en la Moncloa debió quedarse su espíritu, que seguramente se aletargó, pues no se tiene noticia de que montara ningún sarao a los señores Suárez, Calvo-Sotelo y González. Ahora los tambores de guerra lo han despertado y en aquella casa no hay quien duerma. A uno no le extrañaría que la frase de que no derramará ninguna lágrima por Sadam hubiera sido dicha tras una noche de pesadillas. A las guerras se va por intereses o por principios. Por lo que se ve, el señor Aznar se la ha tomado como una cuestión muy personal.